HISTORIAS ANTIGUAS, CULTURAS Y COSTUMBRES: 2010

miércoles, 9 de junio de 2010

el mal eficio

CUENTOS Y LEYENDAS

El Maleficio

La esperó en una esquina, le tapó la boca con sus manos y la llevó a un monte cercano donde trató de violarla, acto que no pudo consumar por los gritos de la muchacha. Llegaron los vecinos, quienes capturaron a Samuel y lo entregaron a las autoridades Honduras

Honduras 24.10.2008
Jorge Montenegro

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Sucedió en Valle de Ángeles, muy cerca de la ciudad de Tegucigalpa, en 1968. Ésta es la historia de una joven bonita de aquella comunidad a la que todos los hombres admiraban, pero había uno en particular que “le llevaba hambre”.

Se llamaba Sarita y su pretendiente correspondía al nombre de Samuel. Resulta que Samuel estaba obsesionado con la muchacha, aunque ella no le hacía caso, le aparecía en todas partes hasta que un día llegó a sentir miedo terrible cada vez que lo miraba. Una tarde, aquella obsesión de Samuel lo llevó a cometer un acto de violencia en contra de Sara.

La esperó en una esquina, le tapó la boca con sus manos y la llevó a un monte cercano donde trató de violarla, acto que no pudo consumar por los gritos de la muchacha. Llegaron los vecinos, quienes capturaron a Samuel y lo entregaron a las autoridades.

La indignación fue calmada por los agentes del orden público y cuando se llevaban a Samuel éste gritó: “Díganle a Sarita que aunque nunca sea mi mujer va a perder su virginidad con un animal”. Aquellas palabras causaron risa a los ahí presentes: “No cabe la menor duda de que ese hombre es un tonto”, “Los golpes que le pegamos lo dejaron más bruto de lo que es”, opinaron. Finalmente Samuel fue trasladado a la Penitenciaria Central de Tegucigalpa por la grave acusación que pesaba sobre él.

Una mañana Sara amaneció con deseos de vomitar, le dijo a su mamá que se sentía mal y la llevaron donde un médico. Luego de examinarla el doctor dijo que estaba sana y que posiblemente algo que había comido le provocó náuseas.

En los meses siguientes presentó todos los síntomas de una mujer embarazada, la barriga le iba creciendo y los vecinos comenzaron a murmurar. Nuevamente la llevaron a la clínica y el médico les explicó que la muchacha era virgen, que no estaba encinta. En los días subsiguientes fue examinada por varios médicos y el diagnostico fue el mismo: “Ella no había perdido su virginidad, no está embarazada”.

Una tía de Sarita que había llegado de San Juan de Flores manifestó que nadie iba a detectar el embarazo porque aquello era “un mal” que le habían hecho a su sobrina. Por consejos de un señor se trasladaron a Tegucigalpa en busca de una señora llamada María de la Paz, a quien conocí después de la curación de Sarita. Doña María llegó a mi oficina en ese tiempo yo trabajaba en Emisoras Unidas.

Ella sacó de un costal un bote grande que contenía el cuerpo de una tortuga sin caparazón y poco a poco me fue narrando lo sucedido en Valle de Ángeles. “Aquí están las pruebas don Jorge, ella perdió su virginidad con un animal, como lo había dicho Samuel, quien fue asesinado en la Penitenciaria Central y desde el penal le hizo la brujería. Como pude ver se trata de una tortuga y aunque la ciencia médica no lo acepte y muchas personas se burlen, el mal existe. Afortunadamente Sarita está bien, gracias a Dios yo serví humildemente para sacar el mal”, relató.

Doña María de la Paz falleció hace muchos años. Cuando conversamos me dio la impresión de ser una mujer fuerte, decidida, que no le tenía miedo a nada. El caso fue muy comentado en Valle de Ángeles y en todo el país cuando lo di a conocer por el programa radial “Cuentos y leyendas de Honduras”, aún hay personas que hacen la señal de la cruz para alejar el mal de sus vidas.

Hay quienes viven practicando brujerías para causarle daño a los demás, pero existen personas que se encargan de curar esos males, como aconteció con doña María.

Regresando al tema de la joven que fue víctima de la hechicería, podemos afirmar que en aquellos días cualquiera que miraba a Sara podría decir que estaba embarazada, pues algo se movía en su vientre como si fuera un bebé.

Los familiares de la muchacha estaban aterrados, no sabían qué hacer, los médicos y las parteras decían que no estaba embarazada pues era virgen y resultaba ridículo pensar que sin tener relaciones sexuales pudiera estar encinta. Don Zelaya, amigo de la familia, dijo claramente lo que sucedía: “Esta muchacha es víctima de una fuerte hechicería, yo conozco a la persona que la puede curar”.

Fue así que viajaron de Valle de Ángeles a la capital en busca de doña María, quien recibió a la madre de la muchacha y con la información proporcionada por ella le dijo: “ Ella va a perder su virginidad… ya veremos qué animal le pusieron en el vientre”.

Cuando la curandera llegó al Valle a una humilde vivienda hizo salir a todas las personas que ahí se encontraban y sólo permitió que la madre de Sara estuviera presente: “Vea lo que vea -dijo doña María-, oiga lo que oiga no vaya a gritar ni haga ruidos, es muy peligroso porque estas cosas son del demonio”.

A la ocho de la noche doña María le dio de beber a Sara un té de hierbas y poco después comenzaron los dolores de parto. La curandera colocó una paila llena de agua limpia al pie de la cama, los dolores continuaron hasta que finalmente Sara expulso una tortuga sin caparazón que cayó en la paila llena de agua, nadó unos minutos y luego se murió.

“Fue algo espantoso. La mamá se desmayó, la muchacha quiso ver lo que había echado y no se lo permití. Por fortuna, la gente humilde sabe obedecer y todos siguieron mis instrucciones. Quizás en este mundo existan quienes se rían de estas cosas y se burle, de ellas, pero el mal existe”, dijo doña María.

Una tarde llegó a mi oficina doña María a decirme que iba a despedirse porque pronto dejaría este mundo, pero que llevaba el recuerdo de nuestra amistad. Dos meses más tarde sus hijos me avisaron que había muerto de cáncer.


(Tomado del Diario La Prensa, San pedro Sula, Honduras, CA.)

EL ENANITO DE LA LLANURA

Don Juan el colono, era un hombre bueno, lleno de méritos, ya que desde hacía muchos años labraba la tierra para alimentar a su numerosa familia.
Sus campos eran grandes y en ciertas épocas del año, se cubrían de verduras o de frutos, según fuera el tiempo de las diversas cosechas, ayudado siempre por los brazos de su mujer y de sus hijos que trabajaban a la par del jefe de la familia.
Don Juan el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba sin dificultades, entre las alegrías de los niños y las horas de trabajo que para él eran sagradas.
Muchos años fue ayudado por la mano de Dios para levantar buenas cosechas y de esta manera pudo ir acumulando algunos centavos, ya que el ahorro es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre que tenga hijos que atender.
Pero, hete aquí que llegó la desgracia a las tierras del buen labrador, con la aparición de una plaga de ratas que de la noche a la mañana, convirtieron sus fértiles huertas en un desierto y sus hermosos frutales en esqueléticos ramajes sin una sola hoja que los protegiera.
Don Juan el colono, se desesperó ante tamaña desgracia y procuró por todos los medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue en vano, ya que los roedores proseguían su obra de destrucción sin miramientos y sin conmoverse por las lágrimas del humilde trabajador de la tierra.
Una noche, don Juan el colono, regresó a su casa, muerto de fatiga por la inútil lucha y sentándose entristecido, se puso a llorar en presencia de su mujer y de sus hijos que también se deshicieron en un mar de lágrimas, al ver el desaliento del jefe de la familia.
- ¡Es el término de nuestra felicidad! -gemía el pobre hombre mesándose los cabellos.- ¡He hecho lo posible por extirpar esta maldita plaga, pero todo es inútil, ya que las ratas se multiplican de tal manera que terminarán por echarnos de nuestra casa!
La esposa se lamentaba también y abrazaba a sus hijos, presa de gran desesperación, ante el desastre que no tenía visos de terminar.
En vano el pobre colono quemó sus campos, envenenó alimentos que desparramaba por la propiedad e inundó las cuevas de los temibles enemigos que, en su audacia, ya aparecían hasta en las mismas habitaciones de la familia, amenazando con morder a los más pequeños vástagos del atribulado hombre.
Don Juan el colono, tenía en su hijo mayor a su más ferviente colaborador. Éste era un muchacho de unos catorce años, fuerte y decidido, que alentaba al padre en la desigual lucha contra los implacables devastadores de la llanura.
El muchacho, de nombre Pedro, aun mantenía esperanzas de triunfo, y se pasaba los días y hasta parte de las noches, recorriendo los surcos y apaleando enérgicamente a las bien organizadas huestes de ratas que avanzaban mostrando sus pequeños dientes blancos y afilados.
Mas para el pobre niño también llegó la hora de¡ desaliento y una noche, al regreso de su inútil tarea, se tiró en su cama y comenzó a derramar copioso llanto, presa de una amarga desesperación.
- ¡Pobre padre! -gemía el niño.- ¡Todo lo ha perdido y ahora nos vemos arruinados por culpa de estos endiablados animalitos! ¿Qué podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos?
- ¡No te aflijas mi buen Pedro! -le contestó una débil voz, llegada de entre las sombras de la habitación.
El niño se irguió sorprendido y temeroso, ya que había escuchado claramente las palabras del intruso, pero no lo distinguía por ninguna parte.
- ¿No me ves? -volvió a preguntar la misma voz, con risa irónica.
- ¡No, y sin embargo te escucho, -respondió Pedro dominado por un miedo invencible.
- No te asustes, porque vengo en tu ayuda, mi querido Pedro -,volvió a decir la misteriosa voz.­ Mira bien en todos los rincones de tu cuarto y me hallarás.
El muchacho buscó hasta en los grietas de la madera al intruso, pero todo fue inútil y ya cansado volvió a pedir, casi suplicante:
- ¡Si eres el espíritu del mal que llega para reírse de nuestra desgracia, te ruego que me dejes!
- ¡No soy el espíritu del mal, sino, por el contrario, tu salvador! -le respondió la voz, aun más cerca.- Mira bien y me hallarás.
Pedro inició de nuevo la búsqueda, la que le dio igual resultado que la vez primera y presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la puerta para demandar ayuda a su padre.
- ¡No te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado! -escuchó nuevamente.
- Pero... ¿dónde? ¡Preséntate de una vez!
Una risa larga y sonora le respondió y acto seguido apareció la diminuta figura de un enano, sobre la mesilla de noche del muchacho.
- ¡Aquí me tienes! -dijo el hombrecito.- Ahora me puedes mirar a tu gusto y supongo que te desaparecerá el miedo que hace temblar tus labios.
Pedro, en el colmo del asombro, contempló a su extraño interlocutor, que desde su sitio lo saludaba sacándose un enorme gorro color verde que le cubría por entero la cabeza.
Mudo de admiración analizó al intruso. Era un ser humano, magníficamente constituido, de larga barba blanca, ojos negros, cabellos de plata y rosado cutis, vestido a la usanza de los pajes de los castillos feudales de Europa, pero que no medía más de tres centímetros de estatura, lo que le facilitaba ocultarse a voluntad de las miradas indiscretas.
- ¡Ahora ya me conoces! -dijo por fin el enanito, después de largo silencio.- ¿Te gusto?
- Eres un hombrecillo maravilloso -respondió el niño.- ¡Jamás he visto una cosa igual!
- ¡Como qué soy el único ser, en la tierra, de tales proporciones! -respondió él visitante con una carcajada.
- ¿Cómo has podido entrar en mi cuarto?
- ¡Hombre! ¡Para un ser de mi estatura, nada difícil es meterse en cualquier parte!. ¡He entrado a tu habitación por la cueva de los ratones!
- ¡Es extraordinario! -exclamó Pedro, contemplando con más confianza a tan fantástico y diminuto visitante.
- ¡Aunque mi tamaño es muy pequeño -continuó el vejete,- mi poder es ilimitado y ya lo quisieran los hombres que por ser de gran estatura, se creen los reyes de la creación! ¡Pobre gente!- continuó con un dejo de desprecio.- ¡Viven reventando de orgullo y son unos míseros gusanos incapaces de salvarse si algún mal los ataca! ¡Me dan lástima!
- ¿Y tú, todo lo puedes?
- ¡Todo! ¡Mi pequeñez hace que consiga cosas que vosotros no podríais lograr jamás! ¡Me meto donde quiero, sé cuanto se me ocurre y ataco sin que me vean!
- ¿Tienes mucha fuerza? -preguntó de nuevo el muchacho.
- ¡Mira! -respondió el enano y levantó el velador, con una sola mano, rojo su semblante, como lo hubiera hecho un atleta de circo.
Pedro gozaba admirado y sonreía ante el inesperado amigo, que subido por uno de sus hombros, se colgaba de una de sus orejas.
- ¡Eres tan pequeño como mi dedo meñique! ­exclamaba el chico sin querer tocar al hombrecito por miedo de hacerle daño.
- ¡Pero tan grande de alma como Sansón! -le respondió gravemente el minúsculo ser humano.
Pedro lo contempló con incredulidad.
- ¿Qué puedes hacer con ese tamaño?
- ¡Todo! ¡Para ti será difícil creerlo, pero dentro de muy poco tiempo te lo demostraré!
- ¿De qué manera?
- ¡Ayudándote en tu lucha contra las temibles ratas de la llanura!
- ¿Serás capaz de eso?
- Capaz de eso y de mucho más -respondió el enano ensanchando su pecho.- ¡Ya lo verás!
- ¿Tienes algún secreto o talismán misterioso?
- ¡Tengo el poder ilimitado de hacerme obedecer por los pequeños animales de mis dominios!
- ¡Explícamelo todo! -dijo el muchacho mirando ahora con mayor respeto al hombrecillo, que en aquel instante se había sentado sobre la palma de su mano derecha.
- ¡Es bien fácil! ¡Con paciencia durante muchos años, porque has de saber que cuento ciento cincuenta abriles, he dominado a las aves de rapiña y poseo un ejército bien disciplinado de caranchos y aguiluchos que sólo esperan mis órdenes para atacar a los enemigos!
- ¡Es increíble!
- ¡Pero exacto! ¡La constancia es la madre del éxito y yo he conseguido lo que ningún hombre de la tierra ha logrado!
- ¿Me ayudarás entonces en mi lucha contra las ratas que han arruinado a mi padre?
- ¡A eso he venido! ¡Mañana, a la salida de¡ sol, mira desde tu ventana lo que pasa en la llanura, y te asombrarás con el espectáculo! ¡Y... ahora me voy! ¡Tengo que preparar mis huestes para que no fracasen en la batalla! ¡Mañana volveré a visitarte!
Y diciendo estas últimas palabras, descendió por la pierna del maravillado Pedro y en pocos saltitos se perdió por una entrada de ratones que había en un rincón de¡ cuarto.
El muchacho, con entusiasmo sin límites, corrió a la alcoba de su padre, Juan el colono y le refirió la fantástica visita que había tenido momentos antes.
- ¡Has soñado! -respondió el labrador después de escuchar a su hijo.- ¡Eso que me dices sólo lo he leído en los cuentos de hadas!
- ¡Pues es la pura verdad, padre! -contestó el chico.- Y si lo dudas, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha prometido venir con su poderosas huestes de aves de rapiña.
Juan el colono se sonrió, creyendo que su hijo había tenido un alocado sueño y le ordenó volviese a la cama a seguir su reposo.
Pedrito no durmió aquella noche y esperó los primeros resplandores del día con tal ansiedad, que el corazón le latía en la garganta.
Por fin apareció la luz por las rendijas de la puerta y el muchacho, tal como se lo había pedido el enanito, se puso a contemplar el campo desde su ventana, a la espera del anunciado ataque.
Las mieses habían desaparecido por completo y en la tierra reseca se veían merodear millones de ratas que chillaban y se atacaban entre sí.
De pronto, en el cielo plomizo del amanecer, apareció en el horizonte como una gran nube negra que, poco a poco, cubrió el espacio como si cayeran otra vez las sombras de la noche.
Estático de admiración, no quería creer lo que contemplaban sus ojos.
¡La nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos y de chimangosave de rapiña 
(N. del R.), que en filas simétricamente formadas, avanzaban en vuelo bajo las nubes, con admirable disciplina, precedidos por sus guías, aves de rapiña de mayor tamaño que les indicaban las rutas a seguir!
Pedro, ante el extraordinario espectáculo, llamó a sus padres a grandes gritos; acudieron éstos y quedaron maravillados también de las escenas fantásticas que contemplaban.
¡De pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera una orden misteriosa, se precipitaron a tierra con la velocidad de un rayo y en pocos minutos, después de una lucha sangrienta y despiadada, no quedó ni una rata en la llanura!
- ¡Es milagroso! -exclamaba Juan el colono abrazando a su hijo.- Tu amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que me contabas, querido mío!
La batalla mientras tanto, había terminado y las aves iniciaban la retirada en estupendas formaciones, dejando los campos del desgraciado labrador limpios de los temibles enemigos que tanto mal le habían causado.
A la noche siguiente, Pedro esperó a su amiguito salvador, el hombrecillo de la llanura, pero éste no llegó y el muchacho, desde entonces, todas las noches lo aguarda pacientemente, en la seguridad de que alguna vez tornará a su cuarto y se sentará tranquilamente en la palma de su mano, para conversar de mil cosas portentosas, imposibles de ser llevadas a cabo por los hombres normales que se decepcionan al primer fracaso.

LAS LAGRIMAS DE UNA REINA

En el pueblo de Beleña, cerca de un castillo del que aún se conservan restos de los antiguos torreones, corre el río Sorbe, en cuyas aguas se reflejan los altos chopos, formados en dos filas, como regios guardianes. Junto al río existe un manantial cristalino que en época remota servía de baño a la reina doña Urraca. Perduran también restos de la vieja muralla que cubría los baños de la reina de Zamora, quien a diario, acompañada de su dueña y sus doncellas, venía a sumergirse en las puras y transparentes aguas.
Y se cuenta que una hermosa mañana, al salir del baño la Reina, su vieja dueña la contemplaba con mirada sombría. La Reina preguntóle la causa de su pena, pero ella callaba, temerosa de disgustar a su señora; ante su insistencia, no tuvo más remedio que explicarle:
- He observado, mientras os bañabais, las ondas que en el agua formabais, y mi ciencia me revelaba que os veríais envuelta en sangrientas guerras fratricidas.
La Reina lanzó un grito de dolor, mientras en sus ojos temblaban dos lágrimas, que al caer al agua convirtieron en rubíes las piedras.
- Mirad, señora - continuó la vieja -; bien claro lo están diciendo vuestras lágrimas.
Y la Reina lloró amargamente, y el fondo de la fuente quedó para siempre tapizado de piedrecillas de mil colores que recuerdan las lágrimas de la regia dama.
Pronto se cumplió la profecía de la vieja, y Zamora se vio sitiada por los ejércitos de su hermano. Pero doña Urraca estaba ya prevenida desde que le avisaron las piedrecillas de la fuente.
 

EL SECRETO DEL LAGO

Una tarde de septiembre de 1528, bajo una imponente tormenta, llamó a un albergue perdido en un monte un noble caballero; sus vestidos eran lujosos, y el ventero, después de inspeccionar por la mirilla de la puerta, abrió muy complacido. El recién llegado pidió lumbre para secar sus ropas y permiso para meter en la cuadra a su caballo, que estaba a unos pasos de él. Como la tormenta no cesaba y la noche se echaba encima, decidió alojarse allí; mandó que le prepararan buena cena y una habitación para dormir. El ventero, imaginando que el caballero sería un gran personaje extraviado en la selva y con los bolsillos repletos de escudos, determinó apoderarse del oro, ya que en aquel rincón tan intrincado del bosque nadie le habría visto entrar. Sirvióle la cena lo más pronto posible y, sin cambiar palabra con él, para que sin ninguna distracción se retirara inmediatamente, le indicó su aposento. El dueño de la venta se despidió para acostarse, pues tenía que trabajar de madrugada; se metió en su cuarto, buscó un afilado cuchillo y con gran agitación esperó a que su huésped estuviese acostado. Escuchó un rato sin percibir el menor ruido, y sabiendo ya con certeza que el caballero dormía, abrió con cuidado la puerta, se lanzó sobre el lecho y clavó repetidas veces el arma sobre el infeliz durmiente. El asesino, cuando comprobó a la luz de una bujía que el hombre estaba muerto, registró sus ropas, hallando en ellas varias bolsas de oro.
El hostelero se sintió feliz; varias veces contó las monedas, que ascendían a cifras fabulosas; una vez las puso en lugar seguro, metió a su víctima en un saco con piedras y muy cosido, y lo llevó a arrojar a la laguna de Taravilla, la cual creen sin fondo y comunicada con la Muela de Utiel por abismos subterráneos.
Vuelto a casa, el criminal borró toda huella del crimen, se acostó satisfecho y durmió toda la noche. Al día siguiente, como no encontrase el cuchillo, se inquietó con el pensamiento de que lo había dejado clavado en el muerto y de que el arma tenía grabada en la hoja su nombre y apellido. Pero ¿quién iba a sacarlo de allí? Podía vivir tranquilo: ningún humano había llegado jamás al fondo del lago.
Pasados algunos meses, un fuerte temblor de tierra abrió las entrañas de la Muela de Utiel, y lentamente el nivel del lago Taravilla fue bajando, bajando, hasta que las aguas desaparecieron en las entrañas de las simas y el lago quedó seco. Acudieron a contemplarlo los vecinos de los pueblos cercanos y descubrieron el saco cosido; lo abrieron y encontraron la víctima del hostelero y el cuchillo con su nombre grabado. La noticia se divulgó rápidamente, y el asesino, viéndose descubierto, antes de ser detenido, se ahorcó de una viga. Semanas más tarde vieron que las aguas volvían a salir del seno de la tierra y llenaban el lago. Desde entonces se ha repetido varias veces el fenómeno; pero los vecinos creen que las aguas se retiran cuando el lago guarda un secreto, y vuelven a aparecer cuando se le ha dado al cadáver cristiana sepultura.

NUESTRA SENORA DE LA HOZ

En las proximidades de la sierra de Molina, entre los pueblos de Ventosa y Corduente (Guadalajara) se extiende lo que en Castilla se llama "una hoz de peñascos", angostura encuadrada por montañas, por donde corre el río Gallo.
Un día lejano de 1247 caminaba por allí un pastorcillo. Llevaba a pastar un pequeño rebaño de cabras y ovejas. Aunque conocía bastante bien el terreno, ignoraba no pocos parajes agrestes de la intrincada y abrupta serranía.
Iba ya más que mediada la tarde. El zagal se dispuso a regresar al aprisco. Pero entonces echó de menos la mejor de las corderas de su hato. Era una hermosa res, fina, de blanquísimo vellón.
Ataúlfo -así se llamaba el pastorcillo- no podía volver sin la hermosa oveja.
Ayudado por sus dos mastines encerró el rebaño en una especie de pequeño anfiteatro natural formado por altas rocas. Y hecho esto se perdió entre las fragosidades de aquel lugar grandioso y solitario, para buscar la res.
Sin darse cuenta de que el sol declinaba hacia el ocaso y que venía la noche a más andar, se fue adentrando en el corazón de la serranía, brava e imponente. Oyó a lo lejos un rumor extraño como de agua que se despeñara desde las alturas. Sin arredrarse -era de corazón valiente y decidido-, continuó avanzando. Pronto, sus ojos descubrieron la cabellera de espumas plateadas del río Gallo que, en efecto, forma en aquellos parajes una bella y enorme catarata.
La angostura se estrechaba cada vez más. Pensó Ataulfo que la oveja perdida habría seguido el fondo pedregoso del tajo y no se detuvo. Continuó dando silbidos y llamando por su nombre a la cordera.
- ¡Escúchame, Ataulfo! Yo te diré donde está la ovejita -dijo una voz dulcísima, que sonó a sus espaldas como saliendo de la maleza misma.
Se paró instintivamente el pastorcillo y volvióse anhelante y lleno de inquietud. Sus ojos se abrieron enormemente con asombro y espanto.
Era la Virgen en persona quien le hablaba. Apareció majestuosa, con el niño en los brazos saliendo del fondo de una pequeña cueva, formada en la roca viva.
Cuando el pastorcillo pudo reponerse un tanto de su estupor, murmuró, con voz entrecortada:
- ¡Oh, señora!... ¿Quién sois?...
- ¡Yo soy la Virgen, hijo mío! -repuso la Señora en tono de inmensa dulzura-. He visto tus apuros y he querido ayudarte. Tu ovejita está allí, al fondo del sendero que sigues en una explanada rodeada de rocas. Desde aquí la veo yo... ¡Continúa!
Miró el pastorcillo. Una revuelta del barranco le impedía ver la cordera. Instintivamente iba a echar a correr. Quiso antes despedirse de su bienhechora, dar gracias a la Virgen, y, lívido por el asombro y la emoción, volvió la cabeza. ¡La Virgen había desaparecido!...
Corrió ahora Ataulfo, creyendo delirar. Mientras corría, volvía la cabeza a cada instante para mirar a la cuevecilla a cuya entrada se le había aparecido la Virgen. Al desembocar en la plazoleta tuvo la confirmación de su visión. Allí estaba la cordera. El animal se acercó a él, balando dulcemente. La condujo al rebaño. Y, al pasar por el lugar de la aparición, se arrodilló, murmurando con labio tembloroso: -¡Gracias, Madre mía, gracias de todo corazón!
Iba como loco. Corría desatinado en dirección al pueblecillo. Espantaba el ganado; golpeaba los troncos con su cayado de nudos. Los perros le seguían jadeantes y ladrando.
- ¡Milagro, milagro! ¡La Virgen santa, se me ha aparecido!...
Los aldeanos de Corduente, Ventosa y todo el contorno, noticiosos del innegable milagro fueron al sitio de la aparición: allí estaba una imagen de la Virgen María, tallada en madera, cubierta con rico manto azul, bordado en oro.
Y en aquel lugar se eleva hoy una poética y humilde ermita, que da fe de esta bella y dulce leyenda del pastorcillo Ataulfo.
 

LA JOVEN DE CASA DALMAU

Existe en Rocallaura una leyenda según la cual hace muchísimos años habitaba en los alrededores del pueblo un dragón, una horrible fiera con siete cabezas, a 1a que era preciso entregar todos los años una muchacha virgen.
La infeliz a quien tocara en suerte ser entregada al dragón, podía despedirse de los suyos, porque ya jamás volvían a verla. Ninguna de las que se había llevado había vuelto.
Por más que repugnara a los vecinos del pueblo esta obligación de entregar todos los años una muchacha al dragón, no tenían más remedio que conformarse, ya que si dejaban de hacerlo, la fiera les arrasaba las cosechas, devoraba sus rebaños y los arruinaba por completo, sembrando el terror por todas partes.
Por este motivo llegaron al acuerdo de sortear entre todas las muchachas, cuando llegaba el día fijado por el monstruo, la que debía sacrificarse, y a la que le tocaba en suerte, de ninguna manera podía negarse a cumplir su sacrificio.
Había entre todas una de singular belleza y mucha bondad, hija de un rico colono. La casa que habitaba la joven con sus padres era conocida con el nombre de «Can Dalmau», y aún hoy existe en Rocallaura una casa de ese nombre.
Un año correspondió a esta joven ser entregada; así, aunque estaba ya prometida en matrimonio, no tuvo más remedio que resignarse con su suerte y, rompiendo su compromiso, entregarse a la horrible fiera.
La muchacha, antes de despedirse de sus padres y de su prometido, fuése sola al campo y, arrodillándose, se puso a rezar con gran fervor a San Jorge, de quien ella habla oído contar que había librado del dragón a una joven.
Mucho rato llevaba arrodillada rezando, cuando vio bajar del cielo un caballero vestido de blanco y montado en un soberbio caballo del mismo color.
Levantóse, maravillada, y el caballero, apeándose, se acercó a ella y le dijo que podía marcharse a su casa tranquilamente, que nada temiera del dragón, porque él la libraría y, con ella, a todas las muchachas de Rocallaura.
Montó de nuevo a caballo, y dirigiéndose a la cueva del dragón, peleó con él y lo mató. Y así libró, como había dicho a la joven de Casa Dalmau, a todas las doncellas de Rocallaura.
 

LA FUNDACION DE VILANOVA

- Leyenda de Cataluña, España -
Aunque bien documentado el origen de la bonita villa de la costa catalana que hoy se llama Vilanova i La Geltrú, circula sobre este origen una bonita leyenda que hacer recaer su fundación en el amor en lugar de en las guerras:

Desde el siglo X existe la villa de La Geltrú, al amparo del castillo del mismo nombre. En el siglo XIII era el señor de La Geltrú un barón de vida licenciosa y turbulenta, cruel y despiadado para con sus vasallos, irrespetuoso con las mujeres. Un tirano en toda la extensión de la palabra.
Existía por aquel tiempo entre los señores feudales el derecho que llamaban «de pernada»Derecho del 
señor feudal a pasar la noche de bodas con la desposada - N. de 
HadaLuna.
Dice la leyenda que un mozo de La Geltrú, arrogante y orgulloso - con justo orgullo de su valor y personalidad -, enamoróse de una muchacha, también vecina de La Geltrú, y, por lo mismo, vasalla del Barón, como él.
Era la muchacha de singular belleza y discreción, y el joven, después de hablar con sus padres y tomar con ellos un acuerdo, decidió casarse con ella, sin consultar con el Señor de La Geltrú, para así poder escapar de la ignominia que suponía el «derecho de pernada».
Conformóse la joven, pero no sus padres, que tuvieron miedo de incurrir en la cólera del caballero si se enteraba del caso. Además, había que contar con el sacerdote, quien de seguro tampoco se avendría a casados sin consultar antes con el Señor, cuyo permiso era necesario en aquel tiempo para que sus vasallos pudieran contraer matrimonio.
Viendo que no tenía escapatoria, formó entonces el muchacho otro plan: La Geltrú está tierra adentro, a alguna distancia del mar; así, los dominios del Barón no llegaban hasta la playa. Entonces el muchacho decidió pedir la debida autorización para casarse pero entretanto, y a escondidas, construyó una modesta casita para él y su futura esposa, y junto a ésta otra para sus deudos, en la playa, lo más cerca posible de La Geltrú, pero fuera de la jurisdicción del Barón.
Cuando se dirigió a su señor para pedirle el permiso, éste se lo concedió enseguida; pero le recordó el derecho que la ley le concedía. El muchacho pareció conformarse con su mala estrella, y la boda se efectuó en la capilla de La Geltrú, según era costumbre.
Se celebró un espléndido banquete, al que asistieron todos los parientes y amigos de los novios, y hasta el Barón fue a tomar unos vasos con ellos.
Cuando llegó la noche, el barón de La Geltrú esperó en vano que la novia acudiera para cumplir con sus deberes de vasalla.
Enfurecido el señor, envió a dos de sus hombres a la casa de los novios con el encargo de traer a la desposada. Los hombres encontraron la casa vacía. Los novios habían desaparecido y nadie sabía dónde estaban.
Mandó registrar todo el pueblo de La Geltrú; pero no pudo dar con ellos.
Días más tarde se supo que habían ido a vivir junto al mar, y que el joven, no teniendo tierras para trabajar, se dedicaba a la pesca.
Fueron muchos entonces los vasallos del feroz barón de La Geltrú que se marcharon a construir sus cabañas a la orilla del mar, junto a la del audaz muchacho, quedando así fundada la que hoy es Vilanova (Villanueva), cuyo nombre se le dio ya con este motivo, y que llegó a superar en importancia a la misma Geltrú, su villa de origen.

LA MALADETA

En las laderas de los Pirineos, tapizadas de fresca hierba y abundantes florecillas silvestres de varios colores, pastaban millares de rebaños de ovejas y corderos, y otros de cabras, que, guardados por sus pastores, pasaban allí toda la temporada del verano engordando con los jugosos y abundantes pastos, hasta que, al llegar el otoño y las primeras nieves, que empezaban a cubrir las cimas de los montes, emigraban con sus ganados a otros climas más benignos.
En una cabaña enclavada en las altas cumbres se habían refugiado del frío de la noche varios pastores. Sentados al amor de la lumbre, conversaban alegres acerca de las incidencias de aquella jornada y contaban cuentos y sabrosos chascarrillos con los que mataban las largas horas de la noche. Mientras, los rebaños pacían alrededor de la cabaña, llenando el valle con el son de sus esquilas. En la puerta de la choza apareció un pobre caminante de aspecto mísero, apenas cubierto por unos harapos y tiritando de frío. Por amor de Dios les pidió que le dejasen pasar con ellos la noche, porque estaba yerto de frío y no podía continuar su camino.
Los pastores se negaron a ello, contestando, insolentes, que para él no había sitio allí y que se podía marchar por donde había venido.
Vieron de pronto que la figura del mendigo se transfiguraba, que sus vestiduras tomaban un blancor de nieve, que todo él quedaba rodeado de un halo luminoso; después empezó a elevarse despacio por los aires, majestuosamente, y, maldiciéndolos, desapareció entre las nubes. Aún estaban los pastores absortos, mirando al cielo, cuando se desencadenó una espantosa tempestad. Los truenos horrísonos hacían retemblar los montes, y miles de rayos surcaban los aires, hendían los árboles y destrozaban en pedazos las rocas de las montañas. Los relámpagos iluminaban con siniestros resplandores la tétrica noche, y las cataratas del cielo se desataron en torrenciales lluvias, que con los vientos huracanados formaban remolinos y turbiones que arrancaban de cuajo árboles y piedras en confusión caótica.
Los rebaños huyeron alocados, entre lastimeros balidos, dispersándose por las cumbres y valles. Los pastores corrían en su busca, queriéndose orientar por el resplandor de los relámpagos para reunir sus ganados; pero, azotados por el temporal, no podían continuar el camino y lanzaban, angustiados, horribles alaridos. Un estruendo más pavoroso que los anteriores conmovió hasta las entrañas de la tierra, y los pastores y ganados quedaron transformados en rocas. Desaparecieron los pastos, y las rocosas laderas quedaron cubiertas por los hielos, sin que volviera a brotar allí ningún resto de vida. Y desde entonces a aquella montaña se la conoce por la Maladeta, o sea, la Maldita.

LAS CUATRO BARRAS

Reinaba en Francia Carlos I cuando invadieron el país los normandos.
El Emperador envió a su sobrino Vifredo el Velloso, conde de Barcelona, una carta, en la que le pedía que acudiera en su ayuda con sus guerreros.
El Conde se puso en camino inmediatamente con sus mesnadas y entró en la batalla, batiendo a los normandos, que se retiraron vencidos.
Una flecha se hincó en el pecho de Vifredo, junto al corazón y el conde fue retirado a una tienda, donde le visitó el Emperador.
Quiso el tío recompensar al sobrino por su hazaña dándole riquezas y bienes. Este rehusó toda recompensa, doliéndose únicamente de que, a pesar de las muchas victorias que había obtenido en las diversas batallas en que había tomado parte, su escudo de armas era liso: campo de oro, sin insignia ninguna que revelara sus muchas gestas.
El emperador Carlos, entonces, mojó en la herida de Vifredo los cuatro dedos de su mano derecha y los pasó de arriba abajo por el escudo, marcando en él las cuatro barras de sangre que adornan el escudo de Cataluña, Valencia y Aragón.

EL HOMBRE PEZ

- Leyenda de Cantabria, España -
En el lugar de Liérganes, cercano a la villa de Santander, vivía a mediados del siglo XVII, Francisco de la Vega Casar, excepcional nadador conocido como "el sireno". Este personaje fue famoso y hay datos que se sabe son reales, como que su casa estuvo entre el puente de Batán y el de la Cruz Mayor o que su partida de nacimiento está fechada en 1658. Nadaba por el río Miera hasta la ría de Cubas y según dicen, después atravesaba la bahía de Santander. Los testigos dicen que su cuerpo parecía cubierto de escamas.
Hijo del matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, que tenían otros tres vástagos. La mujer, al enviudar, mandó al segundo de ellos, Francisco, de 15 años, a Bilbao, para que aprendiese el oficio de carpintero. Francisco mostró desde pequeño gran inclinación a pescar, nadar y estar en el río. Tanto que cuenta la tradición que, como pasaba el día en el agua, su madre le maldijo: "¡Permita la Virgen que te conviertas en pez!". Fuera así o no, lo cierto es que, a los dos años de estar en Bilbao, la víspera del día de san Juan del año 1674, fue a nadar con unos amigos a la ría del Nervión. Desnudóse el joven, entró en el agua y nadó ría abajo, hasta perderse de vista. Dado que el muchacho era un excelente nadador, sus compañeros no temieron por él hasta pasadas unas horas. Entonces, al ver que no regresaba, diéronle por ahogado.
Cinco años más tarde, en 1679, unos pescadores que faenaban en la bahía de Cádiz divisaron un extraño ser acuático de apariencia humana. Cuando se acercaron a él para ver de qué se trataba, desapareció. La insólita aparición se repitió por varios días, hasta que finalmente pudieron atraparlo, cebándolo con pedazos de pan y cercándolo con las redes. Cuando lo subieron a cubierta comprobaron con asombro que el extraño ser era un hombre joven, corpulento, de tez pálida y cabello rojizo. Tenía una cinta de escamas que le descendía de la garganta hasta el estómago, otra que le cubría todo el espinazo y unas uñas gastadas, como corroídas por el salitre.
Lleváronle al convento de San Francisco de aquella ciudad, donde le interrogaron en varios idiomas sin obtener de él respuesta alguna. Coligieron de esta taciturnidad que estaba poseído por algún espíritu maligno, en cuyo concepto le conjuraron algunos religiosos. Al cabo de unos días, los esfuerzos de los frailes en hacerle hablar se vieron recompensados con una palabra: "Liérganes". El suceso corrió de boca en boca, y nadie encontraba explicación alguna al vocablo hasta que un mozo montañés, que trabajaba en Cádiz, vino a comentar que por sus tierras había un lugar que se llamaba así. Don Domingo de la Cantolla, secretario del Santo Oficio de la Inquisición, confirmó la existencia de Liérganes como un lugar cercano a Santander, perteneciente al arzobispado de Burgos, y del cual él era oriundo. De inmediato mandó noticia del hallazgo efectuado en Cádiz a sus parientes, solicitando que le informaran si allí había ocurrido algún suceso que pudiese tener conexión con el extraño sujeto que tenían en el convento. De Liérganes respondieron que allí no había ocurrido nada extraordinario fuera de la desaparición de Francisco de la Vega, hijo de la viuda María de Casar, mientras nadaba en la ría de Bilbao; pero que esto había ocurrido cinco años atrás.
Recibidas estas noticias se determinó que un fraile franciscano, Juan Rosendo, comprobara por sí mismo la verdad de un acontecimiento tan extraordinario. Salió el fraile con el mozo hacia Cantabria, y llegando al monte llamado de la Dehesa, que dista de Liérganes un cuarto de legua, le hizo seña de que siguiese adelante y guiase. Así lo hizo su silencioso acompañante , de suerte que, dirigióse directamente hacia Liérganes sin errar una sola vez el camino; y ya en el caserío, se encaminó sin dudar hacia la casa de María de Casar. Ésta, en cuanto le vio, reconociólo como su hijo Francisco, al igual que dos de sus hermanos que se hallaban en casa, haciendo con él las naturales demostraciones de cariño; pero él mantúvose inmóvil sin corresponder a ellas en manera alguna.
El joven Francisco quedóse en casa de su madre, donde vivía tranquilo, sin mostrar el menor interés por nada ni por nadie. Siempre iba descalzo, y si no le daban ropa no se vestía y andaba desnudo con absoluta indiferencia. No hablaba; sólo de vez en cuando pronunciaba las palabras "vino", "pan" y "tabaco", pero sin relación directa con el deseo de fumar o comer. Si se le preguntaba si lo quería, no contestaba. No solicitaba la comida, pero si se la ponían delante o si veía comer y se lo permitían, comía con avidez, para luego pasarse cuatro o cinco días sin probar bocado. Era dócil y servicial; si se le mandaba llevar algún papel de un pueblo a otro de los que conocía antes de irse, lo ejecutaba con gran puntualidad, y siempre silenciosamente. En una ocasión le enviaron a Santander con un papel para un caballero de este pueblo, y no hallando el barco de Pedreña se arrojó al mar, y pasó a nado una legua que hay de travesía desde este embarcadero a Santander. Mojado como salió entregó el papel. El sujeto a quien iba dirigido lo hizo secar para poder leerlo, y aunque preguntóle cómo estaba de aquella suerte, no respondió nada. Por el mismo rumbo volvió puntualmente la contestación. Iba a la iglesia si veía ir a otros, o si se lo mandaban; pero en el templo de nada hacía caso, ni se le notaba atención alguna a la misa y demás funciones eclesiásticas. Jamás mostraba entusiasmo por nada. Por todo ello se le tuvo por loco hasta que un buen día, al cabo de nueve años, desapareció de nuevo en el mar sin que se supiera nunca más nada de él.
 

LA FLOR DE LA CUEVA

- Leyenda de Cantabria, España -
Cerca de la Hoz de Santa Lucía, en Cantabria, -vivía un mozo, de oficio leñador, llamado Antonio, que estaba enamorado de Rosaura, bella muchacha de su misma aldea, con la que iba a casarse en breve. Tuvo el leñador que subir a cortar unos árboles a la cumbre del monte Ucieda, y habiendo salido de su casa al amanecer, llegó a la cima ya muy entrado el día; allí comenzó a dar hachazos en el tronco de un árbol, pero oyó que salían de él unos quejidos lastimeros que hicieron palidecer al mozo. Horrorizado, suspendió su trabajo; pero cuando lo reanudó, volvió a oír que el árbol se quejaba como si fuera una persona. Ya iba a empezar a correr despavorido, cuando oyó una voz que salía del árbol y le decía: «Yo soy una doncella encantada. Te daré fabulosas riquezas si vas al remanso del río y golpeas el agua con un palo hasta que salga una anjana; ella te dirá lo que debes hacer para desencantarme». El mozo corrió al pueblo a contar a su novia lo ocurrido, y ella le aconsejó que debía desencantar a la doncella, con lo que podrían hacerse ricos y vivir felices.
El leñador se presentó en el remanso del río de la Hoz de Santa Lucía, y con un palo golpeó las aguas; éstas se abrieron al momento, surgiendo de ellas una bellísima anjana de grandes y soñadores ojos azules. El mozo, muy aturdido ante aquella hermosura, le refirió lo que le había sucedido en el monte, y la anjana, que estaba sentada sobre las aguas, después de escucharle, replicó: «Entra en la cueva del monte Ucieda, busca allí una flor muy brillante, y me la traes; yo te diré lo que debes hacer con ella para desencantar a la doncella»
En cuatro zancadas llegó a la entrada de la cueva, conocida de todos aquellos aldeanos; todos saben su gran profundidad, que llega hasta Bárcenamayor. Antonio penetró en ella, decidido, buscando la flor brillante; a medida que se alejaba de la entrada, aumentaba la oscuridad, llegando a verse envuelto en tinieblas y desorientado; sin saber a dónde dirigirse, a tientas, siguió caminando en busca de la flor, que no aparecía; hasta que llegó a sentirse rendido por la fatiga y se tumbó en el suelo, sin ver la más pequeña luz. Perdida ya la esperanza de encontrarla, se decidió a salir de allí y volvió sobre sus pasos; pero encontró el camino bifurcado y no sabía cuál tomar; emprendió uno de ellos, sin dar con la salida. Pronto pudo darse cuenta de que estaba perdido en un complicado laberinto; enloquecido, quiso gritar y pedir auxilio; pero sólo le respondía el eco de su voz lastimera. De nuevo buscó con ansia la flor que quizá le ayudara a alcanzar la salida; pero nada brillaba a su alrededor. Notó que sus barbas y cabellos le habían crecido y que sus trajes estaban destrozados; tuvo que tirar sus viejas abarcas y caminar descalzo, hasta llagarse los pies; con todo, no sentía ni hambre ni sed, y seguía buscando la entrada o la salida de la fatídica cueva. Rendido por el sueño, durmióse, y soñó que su novia se había casado con un mozo de Ruente que la pretendía hacía tiempo. Al despertar sintió celos y más ardientes deseos de salir de aquellos caminos subterráneos, pero sin lograr sus intentos. La barba y los cabellos le seguían creciendo y le pasaban ya de la rodilla; sus fuerzas estaban agotadas, mas él continuaba buscando la flor. Por fin, cuando ya sus cabellos le llegaban al suelo, la encontró, y con ella en la mano, halló inmediatamente la salida.
Se dirigió a casa de sus padres y llamó en ella, pero le salió a abrir un desconocido, que al oír que era su casa, le creyó loco, y echándole fuera, cerró bien la puerta. Se fue entonces a casa de su novia, y salió a abrir una ancianita; él, creyendo que sería su suegra, dijo: «Quiero ver a Rosaura, mi prometida; dile que salga».
Pero aquella ancianita era Rosaura, que, tomándole por un borracho, le despachó de malos modos. Creyó que enloquecía, y echó a correr por las calles del pueblo, pero cayó en medio de una calleja. Le vio caer una viejecita y acudió a su ayuda; le llevó a su casa y le dejó dormir en su pajar. Al día siguiente fue a cuidarle el hijo de la anciana, le cortó los cabellos y le prestó unas ropas. Y ya más aliviado, pudo llegarse hasta el remanso del río y golpeó las aguas hasta que salió la anjana y le entregó la flor brillante. Ella le dijo. «Justo castigo has recibido por el daño que hiciste a aquella moza a quien burlaste».
Y la anjana desapareció. Entonces recordó con gran pesar que antes de Rosaura había tenido una novia llamada Mercedes, a la que había abandonado después de burlada, y comprendió que la anjana le había castigado, evitando con su engaño su boda con Rosaura. Lleno de remordimientos, volvió al pueblo y preguntó a la viejecita que le había recogido dónde vivía Mercedes, que de moza era muy guapa. ¡Aquella viejecita era Mercedes¡ Él le reveló que era Antonio, y la anciana, llena de emoción, empezó a gritar: «Carpio, hijo mío, ven a abrazar a tu padre». Los tres se abrazaron y vivieron contentos, amparados por la anjana, que le había castigado a permanecer cincuenta años en la cueva, aunque a él le había parecido sólo un mes.
 

EL AZOR DE LA ISLA DE LA PALMA

- Leyenda de Canarias, España -
Don Luis de la Cerda, bisnieto de don Alonso de Castilla, fue uno de los más nobles y populares caballeros de su época. Su expedición a la isla de la Fortuna, acompañando a don Fernán Peraza, constituyó la prueba irrefutable de su valor y uno de los hechos que más gloriosamente habían de enaltecer su apellido.
Cuenta la leyenda que uno de los navíos de don Luis de la Cerda, destinado a conquistar la fortuna, perdió su ruta en medio de un temporal y fue a embarrancar en la costa de La Palma. Viajaba en él la hija menor de don Luis, dama de singular hermosura, famosa en su época por su desenfado y su afanosa inquietud aventurera. Dicen que su belleza fue la que salvó la vida de todos los navegantes españoles, porque el Rey indígena se enamoró de ella y, por no agraviarla, quiso respetarlos a todos. La retuvo en su palacio para hacerla su esposa; pero ella se negó firmemente a aceptarle, y el Rey, llevado de su natural delicadeza, no quiso tomarla por la fuerza.
Pasaron los meses y españoles y palmeros formaron un pueblo único. Los españoles se adaptaron a las costumbres de la isla y aun tomaron parte en las festividades y ofrendas al dios Idafe. Los indígenas, por su parte, aprendieron el castellano y se convirtieron en compañeros insustituibles de aquéllos.
La noble dama, presa en el palacio del Rey, fue solicitada por segunda vez para esposa de éste, y bien fuera por temor, bien por verdadero cariño, aceptó, al fin, su ofrecimiento. Al poco tiempo tuvieron una hija, a quien pusieron por nombre Tauriagua, y con los años se convirtió la princesa en la mujer más atractiva de la isla y una especie de ídolo popular, cuya presencia era solicitada en las fiestas como indispensable ornamento.
Corría el siglo XV cuando llegaron con sigilo a la costa los navíos de don Guillén Peraza, que venía por encargo de su padre, Fernán Peraza, señor de Valdeflores y caballero Veinticuatro de Sevilla, con la pretensión de someter a los indígenas. Don Guillén, joven y noble, ansioso de enriquecer su escudo con hechos de armas, venía dispuesto a una fácil victoria con ayuda de sus ballesteros. Era audaz para la guerra, y cuentan que también para el amor; pero sobre todo era famosa su extraordinaria pasión por la caza, para la cual siempre llevaba dispuesto el azor al puño.
Desembarcaron los ballesteros, guiados por su señor, y acamparon, sin ser vistos en el borde de la Caldera, cuando era noche cerrada. A poco oyó don Guillén un ruido como de músicas y danzas, y avanzó, entre la fronda, en aquella dirección. Se encontró entonces con una fiesta al parecer popular, en la que los jóvenes bailaban en graciosas figuras, emparejándose con las doncellas.
Le extrañó sobremanera que los habitantes de aquella isla entonasen canciones en castellano; pero mucho más la presencia en lo alto de una roca de una bellísima mujer cubierta con un manto de piel pintada. Era Tauriagua. Extendió entonces don Guillén su brazo por entre los árboles que le ocultaban, y el azor, que estaba posado en su puño, voló hacia lo alto de la roca donde se encontraba Tauriagua, y, cogiéndola por el manto, la llevó a presencia de su señor. Esto puso un repentino final a la fiesta, y don Guillén aprovechó el desconcierto para montar a la doncella sobre su caballo y huir con ella hasta una lejana gruta, donde improvisó para ambos una vivienda. Allí transcurrieron felices unos cuantos días, que dedicó Tauriagua a corresponder al amor de don Guillén. Pero en el combate que se había iniciado contra los indígenas resultaron tan diezmados los ballesteros españoles, que apenas si quedaron unos cuantos supervivientes. Y don Guillén Peraza, que un día se despidiera de su amada con la ilusión de volverla a ver, no regresó más a la gruta. Su cadáver quedó abandonado sobre los tallos trasnochados de las pitas y atravesado por las espinas de las tuneras.
El azor, al parecer, quedó acompañando a la bella Tauriagua, que ya esperaba un hijo de don Guillén. Nació el niño, y con el correr de los años, el pequeño príncipe creció revestido de todas las virtudes y defectos que caracterizaran a los Peraza: la afición por la caza, a la que iba con el azor de su padre al puño, y la misma tendencia audaz y valerosa para la guerra y el amor. De vez en cuando asistía a las típicas danzas del Sirinoque y se entretenía en contemplar la belleza de las doncellas. Cuando cumplió veinte años, heredó el trono y se casó con una de las más hermosas, nieta del caudillo Garejagua.
Transcurrió su reinado plácidamente, sin ningún acontecimiento notable, hasta que un día se presentó ante él uno de los adivinos más populares de la isla, por su austeridad y su ciencia mágica. Le dijo que se había sentido iluminado por los dioses, los cuales le habían hecho saber que cuando aquel viejo azor remontase el vuelo para no volver, cambiaría por completo la vida de los palmeros y se iniciaría una nueva era. Añadió que sólo el azor volvería para poner final a este período en caso de que los habitantes de la isla de la Palma se sintiesen desgraciados en su nueva vida.
No prestó el Rey mucho crédito a la profecía; pero un día en que se encontraba en Taburiente tuvo lugar la predicción del adivino: el azor, de repente, se soltó del puño e inició un lento vuelo, internándose en el mar. El Rey le contempló atónito y cuando ya se perdía en la lejanía, aparecieron en el horizonte unas manchas oscuras que, agrandándose poco a poco, dibujaron el frágil contorno de unos navíos que venían hacia la isla a toda vela. Eran los conquistadores.
Desde aquel día nadie ha visto regresar al azor de don Guillén Peraza.

LA MALDICION DE LAURINAGA

- Leyenda de Canarias, España -
Allá por el siglo XV uno de los nobles caballeros más avezados a la lucha contra los moros, don Pedro Fernández de Saavedra, fue nombrado señor de una de las Islas Afortunadas, Fuerteventura, que por entonces era, según su nombre indica, la más venturosa de todas.
Don Pedro, tan conquistador en el amor como en la guerra, cobró fama, no bien llegó a la isla, por sus múltiples aventuras con las tostadas muchachitas guanches. Se casó, a poco de estar allí, con doña Constanza Sarmiento, hija de García de la Herrera, de la que tuvo catorce hijos, amén de todos los ilegítimos que sembró por la isla en sus frívolas aventuras.
Con el transcurso de los años, uno de los hijos de doña Constanza, don Luis Fernández de Herrera, se convirtió en un apuesto caballero, que demostró desde muy joven haber heredado todos los defectos de su padre, sin ninguna de sus virtudes. Era altanero, petulante y conquistador; pero cobarde para la guerra, y también, como a don Pedro, le resultaba divertido seducir a las muchachas indígenas, que le miraban como a un héroe.
En una ocasión se encaprichó de una bellísima doncella que ya había sido bautizada como cristiana con el nombre de Fernanda. A ella no le disgustaba la presencia de don Luis; pero no se decidió a poner en juego su reputación accediendo a sus deseos. Pasaron los meses, y el galán, siempre tenaz, siguió asediando a Fernanda, que cada día se sentía más dispuesta para aquel juego, hasta el extremo de aceptar complacida una invitación de don Luis para asistir a una cacería organizada por su padre.
Llegado el día, el joven caballero se las arregló para estar solo toda la mañana con la ya enamorada doncella. Comieron plácidamente a la sombra de un chopo y poco después don Luis la invitó a dar un paseo por la fronda. En animada conversación, que cada vez les alejaba más de los cazadores, llegaron a una espesa arboleda cuando ya la tarde declinaba. Don Luis, entonces, creyendo que era llegada la hora de prescindir de galanteos platónicos, intentó abrazar a Fernanda. Ella trató de defenderse por unos instantes; pero comprendiendo que le sería imposible hacerlo, pidió socorro a grandes voces con acento desesperado. Los gritos fueron oídos por los cazadores, que sólo entonces advirtieron la ausencia de la joven pareja.
Don Pedro montó en su caballo y, en compañía de otros dos caballeros picó espuelas para dirigirse hacia allí. Antes de que llegaran, pudo acudir un labrador indígena, que, viendo la situación de la doncella, trató de defenderla de don Luis. Éste, ofendido y molesto ante aquella intromisión, desenvainó su cuchillo, dispuesto a quitar la vida a aquel indígena, a la que no concedía la menor importancia. Pero no le fue posible hacerlo, porque, tras breves minutos de lucha, el labrador pudo arrebatar el arma a don Luis. Iba a clavársela como venganza, ciego de ira, cuando don Pedro, que llegaba a todo galope y había visto la escena, se precipitó con su caballo sobre el campesino, que cayó con violencia al suelo y quedó muerto en el acto. Entonces apareció por entre los árboles una anciana indígena, madre del labrador, que, lanzando una mirada dolorida ante aquel cuadro, se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. Levantó la cabeza para conocer al causante de aquella muerte, y su mirada se encontró con la de don Pedro, el caballero que la había seducido en su juventud y del que había tenido aquel hijo que acababa de morir. La anciana, al reconocerle, ciega de indignación, le hizo saber que ella era Laurinaga y que aquel cadáver era el de su propio hijo. Luego, elevando los ojos al cielo, como invocando a los dioses guanches, maldijo con voz temblorosa y acento grave a aquella tierra de Fuerteventura, por ser señorío de aquel caballero don Pedro Fernández de Saavedra, causante de todas sus desgracias.
Dicen que a partir de este momento empezaron a soplar sobre aquellas tierras los vientos ardientes del Sahara, que se empezaron a quemar las flores y toda la isla fue convirtiéndose en un esqueleto agonizante, que según la maldición de Laurinaga acabará por desaparecer.
 

LOS AMANTES DE LAS PALMAS

- Leyenda de Canarias, España -
En la isla de Gran Canaria nacieron y crecieron los célebres amores de dos amantes, tan apasionados y consecuentes como pudieran serlo los inmortales de nuestra literatura romántica. Se llamaba él León María, Vestía el uniforme de alférez del Cuerpo de Granaderos de su Católica Majestad y vivía en la ciudad del Teide, donde tenían la casa sus mayores, edificada junto a la iglesia de San Juan Bautista. Heredó de su padre, el coronel La Rocha, su decidida vocación militar, y de su madre, doña Lucinda, la distinción y la hidalguía de los Alfaro.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.
 

GUZMAN EL BUENO

- Leyenda de Cádiz, España -
Reinando en Castilla Alfonso X el Sabio, se recrudeció el enfrentamiento con la resistencia musulmana, que había logrado la ayuda de los nuevos soberanos de Marruecos, los benimerines, cuyo sultán Abu Yusuf Ya'qub desembarcó en España en 1275.
Ausente el monarca de la península, el infante don Sancho organizó los ejércitos cristianos, siendo apoyado por el señor de Vizcaya don Lope Díaz de Haro. En las tropas de éste venía un joven de veinte años, don Alfonso Pérez de Guzmán, nacido en León, que rápidamente se destacó por su arrojo y gallardía.
Firmada una nueva tregua con los musulmanes y obligado Abu Yusuf a retornar a su tierra, un enfrentamiento familiar determinó que el joven pidiera autorización a Alfonso X para salir del reino. Después de vender todas sus posesiones abandonó Castilla, acompañado por una treintena de amigos y criados.
Poco más tarde entraba en contacto con Abu Yusuf, que aún se encontraba en Algeciras y, prometiéndole que le asistiría fielmente, cruzó con él a África. Abu Yusuf lo colocó al frente de todos los cristianos que formaban parte de su ejército. Gracias a sus servicios, relativos sobre todo al cobro de tributos, y a su prudencia, Guzmán logró la estimación y confianza del soberano.
Mientras tanto, en la península, una revuelta encabezada por el infante don Sancho por cuestiones de sucesión, privó a Alfonso X de la mayor parte de su reino. Éste envió entonces su muy conocida carta a Guzmán solicitándole pidiera ayuda en su nombre a Abu Yusuf.
Guzmán, olvidando los incidentes pasados, cumplió con el ruego de Alfonso y Abu Yusuf volvió a cruzar el estrecho. El encuentro entre ambos monarcas tuvo lugar en el campamento musulmán, junto a Zahara. Abu Yusuf le rindió toda clase de honores y lo hizo entrar a caballo en su magnífica tienda, obligándolo a tomar asiento en el sitio principal con estas palabras:
- Siéntate tú, que eres rey desde la cuna, que yo lo soy, desde ahora, en que Dios me lo concedió.
- No da Dios nobleza sino a los nobles, ni da honra sino a los honrados, ni da reino sino al que se lo merece, y así Dios te dio reino porque lo merecías -contestó Alfonso.
Las huestes confederadas asediaron a Sancho en Córdoba e hicieron, incluso, incursiones hasta Madrid, pues la única ciudad que continuaba fiel a Alfonso era Sevilla. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados y los aliados terminaron por separarse. En 1284, Sancho sucedió a su padre y sus súbditos ya no estaban divididos ante los benimerines. Abu Yusuf concertó la paz y volvió a Marruecos acompañado por Guzmán y la esposa de éste, doña María Alonso Coronel. El caudillo cristiano volvió a destacarse como un gran servidor, sobre todo en las acciones bélicas contra los vecinos de Marruecos.
Poco después murió Abu Yusuf, siendo sucedido por su hijo Abu Ya'qub, que aborrecía a Guzmán tanto como aquél lo había amado. En esta época es donde los cronistas de la casa de Medina Sidonia ubican un suceso fantástico que tuvo como protagonista a Alfonso de Guzmán.
Una gigantesca serpiente comenzó a aparecer por los caminos que conducían a la ciudad de Fez, atacando y devorando animales y seres humanos. De aspecto monstruoso, su piel estaba cubierta de conchas durísimas que la hacían impenetrable, incluso al acero, y sus alas le permitían ser más veloz que el caballo. Nadie sé atrevía a hacerle frente y el envidioso Amir, primo y consejero de Abu Ya'qub, que también odiaba a Guzmán, propuso que éste fuera enviado a darle muerte. Abu Ya'qub se opuso, pero el caballero, sabedor del hecho, salió una mañana con sus armas y montura, acompañado sólo por un escudero desarmado y se dirigió al lugar donde la fiera hacía sus estragos. Por el camino se cruzó con unos hombres que huían espantados y que le informaron que la sierpe reñía con un león, no lejos de allí.
Guzmán los obligó a ir con él y, poco después, presenciaba el terrible enfrentamiento. El león, malherido, se defendía de los ataques de su enemiga dando continuos saltos. En cierto momento, la sierpe se volvió hacia el caballero con las fauces abiertas y éste le clavó entonces su lanza, que penetró hasta las entrañas. Instantes después, el león arremetió impetuosamente contra ella y la derribó. Ya muerta, Guzmán hizo que los hombres le cortaran la lengua y llamó al león, que se acercó a él haciéndole mil halagos con la cola, para llevárselo a Fez. La presencia de este animal agradecido, la lengua cortada y la admiración de sus acompañantes fueron allí los testimonios de su victoria. La fama del extraordinario suceso se extendió por África y España.
Dado que su relación con Abu Ya'qub iba deteriorándose de día en día, Guzmán decidió retornar a la península en 1291. Poco después de su llegada fue a ver al rey Sancho IV para ofrecerle sus servicios, quien los aceptó diciéndole «que mejor empleado estaría un tan gran caballero como él sirviendo a sus reyes que no a los africanos». El monarca aprovechó entonces la oportunidad para informarse ampliamente acerca de todo lo relativo a aquellos países, del poder de sus jefes y de la mejor manera de luchar contra ellos.
Por entonces, los cristianos necesitaban perentoriamente conquistar Algeciras o Tarifa, a fin de controlar el estrecho, ya que, aquel mismo año Abu Ya'qub había sitiado Jerez y atacado varios puntos de al-Ándalus, pese a una derrota naval ante sus enemigos. Sancho IV consiguió la ayuda de Muhammad II de Granada para tomar Tarifa, con la promesa de que luego se la entregaría. Sin embargo, una vez conquistada, rompió su promesa y se quedó con el puerto. Muhammad se alió entonces con Abu Ya'qub, y ambos sitiaron Tarifa junto con el infante don Juan, hermano de Sancho e individuo de pocos escrúpulos.
Todos los esfuerzos por apoderarse del puerto, incluidos varios intentos de soborno dirigidos a Guzmán, que a la sazón era el alcaide, resultaron inútiles. El infante concibió entonces un método más eficaz para vencerlo.
Don Juan tenía en su poder al hijo mayor de Guzmán, que le había sido confiado anteriormente por sus padres. Creyéndolo instrumento seguro para el logro de sus fines, lo sacó maniatado de la tienda en que lo tenía y lo presentó a la vista de Guzmán, diciéndole:
- Mirad bien lo que hacéis Guzmán. Si no os rendís, vuestro hijo morirá.
Viendo a su hijo indefenso y sufriente, el corazón de Guzmán se ensombreció de pena. Sin embargo, venció su sentimiento paternal y replicó con estas palabras:
- No engendré yo hijo para que fuese contra mi tierra, antes engendré hijo a mi patria para que fuese contra todos los enemigos de ella. Si don Juan le diese muerte, a mí me dará gloria, a mi hijo verdadera vida y a sí mismo eterna infamia en el mundo y condenación eterna después de muerto. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo si acaso les falta arma para completar su atrocidad.
Dicho esto, sacó el cuchillo que llevaba en la cintura, lo arrojó al campo y se retiró al castillo. Poco después, hallándose Guzmán en compañía de su esposa, oyéronse unos terribles alaridos provenientes de los muros de la ciudad. Don Juan había cumplido su ruin promesa.
- Impedí que los musulmanes entraran en Tarifa -fue todo lo que el alcaide dijo para calmar los ánimos del pueblo.
Poco después, los sitiadores, temerosos de la ayuda que desde Sevilla se enviaba a la plaza, levantaron el cerco y regresaron a sus tierras.
Pronto se extendió por toda la península la noticia de los hechos sucedidos en Tarifa, llegando también a oídos del rey, enfermo por entonces en Alcalá de Henares. Desde allí le envió a Guzmán una carta de agradecimiento, comparándolo con Abraham y reconfirmándole el sobrenombre de «Bueno» que ya el pueblo le daba por sus virtudes. Y aunque Guzmán consideraba su hazaña suficientemente premiada con el mero reconocimiento del rey, éste le hizo donación de todas las tierras comprendidas entre las desembocaduras del Guadalete y el Guadalquivir.

EL DEDO DEL DIFUNTO

- Leyenda de Cádiz, España -
En toda la provincia de Cádiz, y aun en toda Andalucía, se contaban las gracias y los golpes de aquel famosísimo notario, D. Antonio Flores. Hombre sesentón, de un buen humor constante inalterable, gozaba de una envidiable popularidad. Y una de sus famosas ocurrencias dio origen a la más conocida y graciosa leyenda: "la del dedo del muerto".
Era D. Antonio notario de Cádiz, aunque le llamaban y acudían a él gentes de toda la provincia y de las inmediatas. Su buen humor y chispeante ingenio, iban unidos a una honradez y una probidad acrisolada y esto le hacía depositario de grandes sumas, de numerosísimos valores y papeles, joyas y secretos de gentes principales, muchas de las cuales teníanle confiados por completo su fortuna y sus intereses.
Cierta noche, cuando D. Antonio tomaba café en unión de varios amigos de su tertulia, le llamaron con toda urgencia. Se moría D. Blas Portillo, uno de los gaditanos más ricos e ilustres, y el moribundo, que en vida y en salud no había querido jamás oír hablar de testamento, quería arreglar sus cosas, al verse en la antesala de la muerte.
Don Antonio se dispuso en seguida a cumplir su deber y, efectivamente, diez minutos después el coche le dejaba en casa de los Portillos, una de las más hermosas y ricas de la antigua calle Real.
El notario, al penetrar en el dormitorio del moribundo, donde estaba congregada la familia, se dio cuenta de que allí pasaba algo raro. El enfermo ocupaba un lecho monumental, al lado del cual estaba la esposa -la tercera esposa- de don Blas, acompañada de dos hijas de ella, habidas en su primer matrimonio, pues era la mujer de D. Blas viuda, a su vez de primeras nupcias, cuando se casó con éste que lo era ya de segundas.
D. Blas tenía fama de avaro y poseía una gran fortuna. La vida del enfermo con su tercera mujer no había sido, ni mucho menos, feliz y tranquila: le había resultado despótica y dura, y, por si esto era poco, las dos hijas, habidas en el primer matrimonio, eran tan tarascas como
la madre.
Lo que extrañó a D. Antonio al penetrar en la alcoba del moribundo, fue encontrar la estancia tan a oscuras que apenas se veía sino la silueta del enfermo y de las cosas.
- ¡Pase por aquí, D. Antonio! -le dijo una de las muchachas, cogiendo al notario de la mano.
Y le condujo junto al lecho, hasta un gran sillón frailuno, preparado al efecto.
En seguida, la mujer del moribundo le dijo a media voz
- Mi pobre esposo apenas puede hablar, D. Antonio. Así, usted vaya anotando, conforme yo pregunte al pobre mío, lo que pretende hacer de los bienes. ¡Escriba, escriba usted!
El notario vio que le traían una débil lamparilla, provista de una pantalla la cual aunque iluminaba apenas la carpeta y el papel que le brindaba otra de las muchachas, seguía dejando en tinieblas el resto de la estancia.
El notario, espíritu agudo y fino, se había dado inmediatamente cuenta de la situación.
- Puede usted preguntarle lo que guste, señora -repuso-. Ya escribo.
La presunta viuda lanzó un profundo suspiro, como si la arrancaran el alma, y puesta al lado del lecho, junto el notario, preguntó al moribundo, al tiempo que se inclinaba sobre el rostro de éste:
- ¡Escúchame, Blas querido!: ¿verdad que es tu voluntad que esta casa, con la finca de la Hondonada, sean para mí?
Hubo un silencio expectante. La viuda se había vuelto rápidamente, en cuanto pronunció aquellas palabras, hacia el notario.
Este esperaba con el oído atento y una leve sonrisa en los labios. Al ver que el testador no contestaba, iba ya a decir algo, cuando la señora le atajó:
- El pobre mío no puede hablar; pero observe usted como mueve la mano derecha en señal de asentimiento. ¿Verdad, Blas querido que me dejas esta casa y la finca de la Hondonada?... ¿Ve usted, don Antonio, como mueve la mano derecha?... ¡Escriba, escriba!...
El notario había comprendido, y con aquella su cazurrería proverbial, escribió en efecto, encabezando el testamento.
La viuda presunta continuó entonces:
- ¿Verdad, querido Blas, que las dos casas de la calle Traviesa, el cortijo de las Cigüeñas y la dehesa del Galapagar los dejas a mi hija mayor, María, aquí presente?
Volvió a moverse la mano derecha, mejor dicho, el índice de esta mano, del moribundo, y la señora añadió:
- ¿Ve usted como asiente? ¡Está conforme con todo! ¡Es que el pobrecito ha perdido ya la palabra! ¡Escriba, usted, señor notario, escriba usted!
Y D. Antonio escribió sin chistar.
- ¿Verdad, querido mío, que las acciones de los vapores, los títulos de la Deuda, y la mina de los Camilos los dejas a mi hija pequeña, Estefanía, que también está aquí a tu lado?
Nuevo movimiento del índice, otro comentario de la señora y vuelta a escribir el notario, según los deseos del moribundo.
Y así continuó, durante largo rato, haciéndose aquel extraño testamento: la mujer preguntando, el índice moviéndose y el notario escribiendo la última voluntad de un difunto.
Porque lo notable del caso es que don Antonio Flores había comprendido desde el momento mismo de penetrar en la alcoba, que D. Blas había muerto hacía ya rato. Todo esto era un soberbia mise en
scène
preparada por la familia para disponer a su antojo de los bienes y la fortuna del muerto.
Alguien debía estar escondido debajo de la cama y movía un hilo o cuerdecilla, atada a la diestra del cadáver. ¡Y allí estaba el intríngulis!
D. Antonio tuvo uno de sus rasgos geniales. Ya era hora de acabar con aquella escandalosa farsa. Sabía de memoria cuáles eran los bienes, casas y propiedades de D. Blas Portillo y conocía, por tanto, lo que faltaba por distribuir. Y así, extendió la diestra armada del lápiz con el cual escribía el testamento en borrador, y dijo a la dos veces viuda:
- ¡Espere un momento, señora, que voy a hacer yo una pregunta al pobre enfermo!
E inclinándose sobre el lecho, preguntó a D. Blas, como si le hablara al oído, aunque en voz alta para que todos le oyeran:
- ¿Verdad, mi querido D. Blas, que deja usted el molino de la segunda, la casa de la plaza de Moret y cuarenta mil duros en efectivo a su buen amigo el notario D. Antonio Flores, a quien está usted dictando este testamento?
Ahora se hizo un silencio de asombro.
Como el traspunte escondido debajo de la cama no contaba con aquella terrible huéspeda, se guardó muy bien de tirar del hilillo. La viuda y sus dos hijas miraron al notario y se miraron luego mutuamente; trabajo les costó disimular la sorpresa y la cólera.
El notario esperó unos momentos, un tiempo prudencial, fijos los ojos en la diestra del cadáver; pero el índice no se movió, ni siquiera cuando hubo repetido la pregunta. D. Antonio se puso en pie y dijo en tono entre burlón y terriblemente acusador:
- ¡Bueno, señoras mías!: o se mueve la mano de D. Blas para dejarme a mí heredero de lo que pido, o, de lo contrario, ¡no hay testamento!
Y aunque -según la leyenda- la diestra se movió en seguida, D. Antonio Flores, soltando una sonora carcajada, rompió el borrador de aquel testamento de muerto y dijo a la estupefacta dueña de la casa, mientras abandonaba la habitación:
- ¡Señora! Ya le pasaré a usted la minuta.

EL PAPA MOSCAS DE LA CATEDRAL

- Leyenda de Burgos, España -
En el interior de la Catedral, y sobre una de las puertas, puede verse el Papamoscas, que está encerrado en la caja de un reloj del tipo famoso de los viejos relojes de Venecia. Hoy día, condenado a silencioso mutismo, se limita a abrir desconsideradamente la boca al sonar las campanadas de cada hora. Mas hubo tiempos en que a un gesto extravagante y desmesurado acompañaba un sonoro grito, lo cual provocaba en los circunstantes y fieles gran risa, con la consiguiente irreverencia. Y al fin, un prelado, muy poco humorista, pero si muy respetuoso de la santidad del lugar, ordenó que le fueran seccionados algunos nervios al simpático personaje, que después de aquella intervención quirúrgica quedó mudo y casi inmóvil.
Nuestro Papamoscas es creación del muy genial rey y señor nuestro, don Enrique III. El Monarca Doliente tenía por costumbre acudir todos los días a la Catedral de riguroso incógnito; permanecía unos minutos en el gótico templo, sumergido en devota abstracción. Mas un día vio a una muchacha de gentil aspecto que oraba fervorosamente ante el sepulcro del conde Fernán González. Paróse unos momentos a contemplarla; volvió la joven la cabeza y encontráronse los ojos de ambos. Salió turbada la muchacha, y tras ella caminó en silencio don Enrique, hasta que la Vio entrar en su casa. Y desde entonces idéntica aventura se repitió todos los días; Monarca y doncella cambiaban sonrisas y miradas, mas ni uno ni otra hizo jamás intención de iniciar la más ligera conversación.
Un día, al salir, la joven dejó caer un pañuelo; adelantóse el Rey y lo cogió. Lo guardó con apasionado gesto en su pecho y entregó el suyo a su silenciosa amiga. La joven tomó entre sus dedos el pañuelo que el Rey le tendía, y se alejó con sonrojado y entristecido semblante. Desde entonces, no se la volvió a ver en la Catedral, ni aun por las calles de la ciudad.
Pasó un año. Un atardecer, paseaba don Enrique por un bosque, cuando de pronto se dio cuenta de que se había extraviado. En vano intentó regresar. Seis hambrientos lobos rodearon al Rey castellano. No se asustó el Monarca: echó mano a su espada y luchó con denuedo contra las fieras, logrando dar muerte a tres de ellas. El tiempo avanzaba, y el implacable asalto de los lobos concluyó por fatigar a don Enrique, cuyas fuerzas, no por escasas menos fecundas, desfallecían rápidamente. Ya estaba a punto de sucumbir a los ataques furiosos de los lobos, cuando se oyó un grito extraño («y un tiro de fusil», suele añadir el sacristán de la Catedral). Espantados, los animales abandonaron la ya segura presa y huyeron entre los árboles. Y ante el sorprendido don Enrique surgió una mujer, cuyo rostro, de magnífica belleza, aparecía dolorosamente contraído. Ni una sola palabra salía de sus labios; tan sólo, de vez en cuando, un lamento escapaba de su pecho. Por unos momentos, el Rey clavó su mirada en la extraña aparición, y enseguida reconoció en ella a la joven de la Catedral. Avanzó unos pasos y le tendió sus brazos amorosos; pero la muchacha le detuvo, y con dolorosa sonrisa y espiritual melancolía dijo:
«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y del Cid. Mas no me es posible ofrecerte mi amor. Sacrifícate, pues, como yo lo hago...». Y con estas palabras, cayó muerta. En su mano derecha estrechaba aún el pañuelo de don Enrique; y lo apretaba con amor sobre su corazón.
Alejóse el Rey con el espíritu apesadumbrado y el ánimo ocupado por un recuerdo que sería ya imborrable. Llamó a un artista moro y le ordenó que hiciera una figura para un reloj veneciano que había de colocarse en la Catedral burgalesa; y exigió que esta figura emitiera a cada campanada un grito que le recordara el que lanzó la joven al verle rodeado por los lobos. Y pidió también que repitiera las apasionadas frases que le dedicara la muchacha. Mas esta última exigencia no fue capaz de satisfacerla el artífice.
Nosotros, por nuestra parte, aunque no lo hemos oído, nos resistimos a creer que el grito del feísimo Papamoscas pudiera parecerse al que lanzara la gentilísima enamorada del Rey caballero don Enrique III el Doliente.
 

UN AMOR FUNESTO

- Leyenda de Burgos, España -
Era la época en que las huestes cristianas se oponían a las avanzadas del guerrero Almanzor; no obstante, éste veía alzarse contra él a un temible baluarte: el reino fronterizo de Castilla. Ante su creciente poderío, comprendió que debía emplear, junto con las armas, gran parte de habilidad y de astucia. No desconocía las rivalidades de los reinos cristianos, y decidió lograr una alianza castellana ofreciéndoles ayuda contra cualquier amenaza del reino de Navarra.
En Castilla gobernaba entonces el conde Sancho García, pero, por su temprana edad, tenía las riendas del poder su madre doña Oña, condesa viuda de Castilla. Era mujer de mucho temperamento, a quien seducía en gran manera el mando.
Almanzor fue a Burgos, capital del condado de Castilla, para negociar la alianza entre cordobeses y castellanos. Cuando doña Oña le vio, quedóse profundamente enamorada de la arrogancia y apostura del guerrero cordobés; este amor no pasó por alto para Almanzor y decidió sacarle el mayor partido posible. A tal fin empezó a dar muestras de cariño a la enamorada Condesa, con lo que logró ganar plenamente su ánimo. No reparaba doña Oña en la nobleza de su linaje ni en la pureza de su sangre castellana, para rendirse al sagaz Almanzor: le amaba con todo su corazón y no dudaba en exponerlo todo para tenerlo a su lado.
Almanzor, cuando tuvo ganada a la Condesa, comprendió que un obstáculo se oponía a su ambiciosa idea de unir Castilla y Córdoba en una misma corona: el joven Sancho García, y decidió suprimirlo. Para ello pensó utilizar como medio a la propia Condesa, y a partir de entonces comenzó a pintarle con los más bellos colores las excelencias de una unión cordobesa y castellana, al tiempo que le ofrecía casarse con ella; la Condesa respondía a tales pensamientos con visibles muestras de complacencia, pero cuando Almanzor insinuó que para ello convenía eliminar a don Sancho, doña Oña le miró con desdén y rechazó indignada tal insinuación. No se desanimó por su negativa el musulmán, pues la esperaba, pero confiaba en que la pasión que por él sentía la castellana le haría cambiar de opinión. Y así fue; un día llegó el moro a la habitación en donde se encontraba doña Oña, y le dijo que su amor no era sincero, puesto que a la primera prueba que le había pedido se había negado a dársela. Por lo tanto, no podía consentir su dignidad de musulmán verse así engañado y tenía decidido marchar aquel mismo día para Córdoba. Cuando la Condesa oyó tales palabras, fue rápida hacia él y se quejo con amargura de su ingratitud y de la falta de comprensión para su amor. En su afán de tenerle a su lado, llegó a prometerle que mataría a su hijo para que pudieran casarse.
Fueron pasando los días; la Condesa seguía dispuesta a ejecutar el criminal proyecto, y sólo si Almanzor no estaba con ella la inquietaban sus pensamientos. Los dos amantes habían fijado el día en que don Sancho fuera mayor de edad para causarle la muerte. Cuando llegó la fecha se hicieron los preparativos para el gran banquete que había de celebrarse, al que estaban invitados los nobles castellanos y los acompañantes de Almanzor. Entre la vajilla real figuraba una copa de oro que era tenida en gran estima por haber bebido en ella los primeros jueces de Castilla. Por eso habían hecho de ella un símbolo de independencia, y sólo la utilizaban los Condes soberanos en las ocasiones más solemnes. Así, como en aquella fecha Sancho García bebería en tal copa, decidió Almanzor que doña Oña echara en ella, mezclado con el vino, un fuerte veneno que produciría la muerte al poco tiempo de haberlo injerido.
Aquel día, musulmanes y cristianos organizaron una brillante comitiva para dirigirse a Palacio. En la regia casa reinaba gran alegría por la subida al poder, de hecho, del joven Conde. Sólo doña Oña sostenía una dura lucha consigo misma: sentía una amarga pesadumbre por el acto infame que iba a cometer, pero su desenfrenada pasión por Almanzor desechó tal pensamiento y fue decidida al lugar en donde estaba la copa, para verter en ella el mortífero veneno. Después que lo hubo echado, desapareció la angustia que antes la turbara, y sintió una extraña serenidad. Salió de la habitación con gran calma y fue a su aposento para adornarse con sus mejores galas y estar dispuesta, para, cuando su hijo la llamara, bajar al salón en que había de celebrarse el banquete. Después que la Condesa ocupó en él un sitio junto a su hijo, era tal la tranquilidad que reflejaba su semblante, que Almanzor dudó que hubiera hecho lo que pensara; sólo cuando vio que, al dirigir el Conde su mano hacia la copa, el rostro de la Condesa mudaba de color, se convenció de que todo se había realizado como él quería. En aquel momento, Sancho García, que durante el banquete atendió con cariño a su madre y al moro, cogió la copa y se levantó para brindar por una duradera y firme amistad entre el reino de Córdoba y el condado de Castilla. Entonces la Condesa, con una palidez mortal, pidió permiso a su hijo para retirarse a sus habitaciones por sentirse algo indispuesta. Don Sancho le prodigó amables frases y le concedió el permiso deseado. Aquellas muestras de cariño acabaron de convencer a la condesa de que no debía consentir la muerte de su hijo, y, cuando éste se llevaba la copa a los labios, dio un gran grito e impidió, arrojándose a él, que bebiera el mortal veneno. En un instante, ante los asombrados ojos de la concurrencia, cogió la copa que tenía el Conde y, llevándosela a la boca, la apuró de una vez. Después explicó a Sancho lo que Almanzor la había impulsado a hacer contra él; le pedía perdón para sí, antes de comparecer ante el tribunal de Dios. El conde Sancho García, sorprendido por lo que doña Oña acababa de revelarle, la tranquilizó afectuosamente y, en la imposibilidad de hacer nada para salvar la vida de su madre, la perdonó de todo corazón.
Mientras tanto, Almanzor, indignado al ver que la Condesa le había traicionado, empezó a insultarla, lleno de ira. Los nobles castellanos ante tanta villanía, echaron mano a sus espadas, dispuestos a hacer pagar caro el criminal propósito del musulmán; pero don Sancho los contuvo diciéndoles que debían respetar la hospitalidad que habían dado al cordobés y permitirle salir en paz hacia su tierra. Sólo cuando hubiera llegado a ella debían retarle en campo abierto. Los nobles se aplacaron con las palabras de su señor, y poco después moría la desgraciada condesa Doña Oña.
Almanzor y sus acompañantes salieron para Córdoba, y Sancho García mandó hacer solemnes exequias a su madre.
 

LA CUESTA DE LA REINA

- Leyenda de Burgos, España -
Partiendo del Monasterio de Fresdeval, existe una cuesta que lleva hasta un lugar donde hubo en otros tiempos una especie de castillejo, que, en la época en que se sitúa esta leyenda, estaba ya deshabitado.
Cuenta la leyenda de este castillejo, que el Monasterio de Fresdeval fue fundado por don Gome Manrique, hijo del Adelantado Mayor del Reino, don Pedro Manrique.
Este don Gome era hijo bastardo del Adelantado, y había nacido en Granada, de unos amores que éste hubo con una dama mora.
Había sido educado en la religión mahometana, pero al morir su padre y heredar todos sus bienes, por no tener el Adelantado hijo ninguno de su esposa legal, convirtióse al cristianismo e hízose bautizar, casándose después con doña Sancha Rojas.
A pesar de su conversión al cristianismo, decían las gentes del país que muy a menudo don Gome Manrique íbase a Granada, y al llegar allí, poníase sus antiguos vestidos árabes para acudir a diversiones impropias de su rango y citas amorosas con mujeres de la raza de su madre.
En estas correrías, llegó a conocer y tratar íntimamente a una princesa mora, de quien hubo un hijo.
Cuando ya los años impedían a don Gome Manrique las correrías y las guerras, retiróse a sus propiedades, donde fundó el Monasterio de Fresdeval, ayudado por su esposa, doña Sancha.
Hacía ya algunos años que el Monasterio había sido inaugurado, y habitaba en él un grupo de piadosos monjes que dedicábanse a la oración, cuando alguien descubrió que el castillejo que remataba la cuesta que partía del Monasterio estaba habitado. Y no sólo esto, sino que todas las noches, una mujer, ataviada con un albornoz blanco, salía del castillejo y desaparecía de pronto, al llegar a las cercanías del claustro hoy conocido por el nombre de «claustro de doña Isabel Pacheco de Padilla», por haber sido enterrada allí esta ilustre dama.
Enterado el Prior de este asunto, indignóse ante el sacrilegio que el hecho suponía.
Quiso, no obstante, asegurarse antes de hablar con ninguno de los monjes, ya que en todos tenía tan absoluta confianza, que no podía, ni remotamente, pensar que uno de ellos fuera capaz de recibir a una mujer en el claustro.
Inmediatamente púsose a indagar en secreto, y llegó a la sospecha de que era un joven novicio, que hacía poco había llegado al Monasterio, el que infringía las severas leyes de la Orden.
Con todo, no se atrevió tampoco a decir nada hasta tener la seguridad del hecho, porque el novicio era nada menos que el hijo bastardo de don Gome Manrique, el fundador del Monasterio.
Puso, pues, un espía en las cercanías del Monasterio, para que le advirtiera si realmente la mujer del albornoz blanco entraba en el claustro. La noche en que el espía se apostó junto a unos matorrales, en el cielo brillaba la luna con todo su esplendor, y la mujer no salió.
A la noche siguiente también brilló la luna, y tampoco apareció en la puerta del castillejo la mujer del albornoz; pero a la tercera noche la luna estaba oculta por las nubes, y de pronto el hombre, que estaba vigilando muy atento, vio surgir de entre la noche una blanca figura. Escondióse inmediatamente. Era la mujer del castillejo, que bajaba a toda prisa por la cuesta, hasta llegar al claustro. Una vez allí, desapareció.
El hombre se fue inmediatamente a avisar al Prior. Éste hizo levantar a los monjes, que estaban ya recogidos.
Entretanto, en el claustro, el novicio, arrodillado en el suelo, tenía apoyada la frente en el regazo de una mujer mora de extraordinarla belleza, la cual pasaba la mano por la cabeza del joven, pronunciando, en árabe, palabras de dulce aliento y consuelo. Estaba sentada en el borde de un pozo, e indolentemente apoyada en la arcada.
Frente a ellos estaba la puerta del claustro, ahora herméticamente cerrada. De pronto, cuando menos lo esperaban, la puerta se abrió y aparecieron en ella el Prior y todos los monjes, con sendos cirios encendidos.
El joven levantóse, pálido de ira. La mujer siguió sentada, sin moverse ni pronunciar palabra.
El prior alzó la mano para lanzar sobre ellos un terrible anatema, cuando el novicio le detuvo con un gesto, declarando al mismo tiempo que la señora era su madre.
Era, en efecto, la princesa mora con quien había tenido amores en Granada don Gome Manrique, y que, al obligar éste a su hijo bastardo a ingresar en el Monasterio, le había seguido hasta Castilla, y vivía escondida en el castillejo, con el único consuelo de visitarle las noches en que no brillaba la luna.
El Prior inclinóse ante la dama, que se retiró a su refugio. Pocos días después el novicio salía del Monasterio para reunirse con ella.
Desde entonces se llamó a la cuesta por donde bajaba la madre a visitar al novicio, la Cuesta de la Reina.