HISTORIAS ANTIGUAS, CULTURAS Y COSTUMBRES: leyendas de los dioses
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miércoles, 9 de junio de 2010

LA MALADETA

En las laderas de los Pirineos, tapizadas de fresca hierba y abundantes florecillas silvestres de varios colores, pastaban millares de rebaños de ovejas y corderos, y otros de cabras, que, guardados por sus pastores, pasaban allí toda la temporada del verano engordando con los jugosos y abundantes pastos, hasta que, al llegar el otoño y las primeras nieves, que empezaban a cubrir las cimas de los montes, emigraban con sus ganados a otros climas más benignos.
En una cabaña enclavada en las altas cumbres se habían refugiado del frío de la noche varios pastores. Sentados al amor de la lumbre, conversaban alegres acerca de las incidencias de aquella jornada y contaban cuentos y sabrosos chascarrillos con los que mataban las largas horas de la noche. Mientras, los rebaños pacían alrededor de la cabaña, llenando el valle con el son de sus esquilas. En la puerta de la choza apareció un pobre caminante de aspecto mísero, apenas cubierto por unos harapos y tiritando de frío. Por amor de Dios les pidió que le dejasen pasar con ellos la noche, porque estaba yerto de frío y no podía continuar su camino.
Los pastores se negaron a ello, contestando, insolentes, que para él no había sitio allí y que se podía marchar por donde había venido.
Vieron de pronto que la figura del mendigo se transfiguraba, que sus vestiduras tomaban un blancor de nieve, que todo él quedaba rodeado de un halo luminoso; después empezó a elevarse despacio por los aires, majestuosamente, y, maldiciéndolos, desapareció entre las nubes. Aún estaban los pastores absortos, mirando al cielo, cuando se desencadenó una espantosa tempestad. Los truenos horrísonos hacían retemblar los montes, y miles de rayos surcaban los aires, hendían los árboles y destrozaban en pedazos las rocas de las montañas. Los relámpagos iluminaban con siniestros resplandores la tétrica noche, y las cataratas del cielo se desataron en torrenciales lluvias, que con los vientos huracanados formaban remolinos y turbiones que arrancaban de cuajo árboles y piedras en confusión caótica.
Los rebaños huyeron alocados, entre lastimeros balidos, dispersándose por las cumbres y valles. Los pastores corrían en su busca, queriéndose orientar por el resplandor de los relámpagos para reunir sus ganados; pero, azotados por el temporal, no podían continuar el camino y lanzaban, angustiados, horribles alaridos. Un estruendo más pavoroso que los anteriores conmovió hasta las entrañas de la tierra, y los pastores y ganados quedaron transformados en rocas. Desaparecieron los pastos, y las rocosas laderas quedaron cubiertas por los hielos, sin que volviera a brotar allí ningún resto de vida. Y desde entonces a aquella montaña se la conoce por la Maladeta, o sea, la Maldita.

LOS AMANTES DE LAS PALMAS

- Leyenda de Canarias, España -
En la isla de Gran Canaria nacieron y crecieron los célebres amores de dos amantes, tan apasionados y consecuentes como pudieran serlo los inmortales de nuestra literatura romántica. Se llamaba él León María, Vestía el uniforme de alférez del Cuerpo de Granaderos de su Católica Majestad y vivía en la ciudad del Teide, donde tenían la casa sus mayores, edificada junto a la iglesia de San Juan Bautista. Heredó de su padre, el coronel La Rocha, su decidida vocación militar, y de su madre, doña Lucinda, la distinción y la hidalguía de los Alfaro.
Se llamaba su amada Fátima, y la historia de su vida fue una romántica aventura desde sus primeros años. Era hija del esforzado guerrero Aliogrey, de Beni-Izarguin, nacida en Río de Oro. Por línea materna, tenía sangre portuguesa y cristiana. De ahí que a los dieciocho años sintiese anhelos de ser bautizada, impulsada por Barca, su madre, que aún conservaba el sentimiento religioso aprendido en el hogar portugués.
Las dos damas moriscas habían embarcado en la goleta Estrella Verde con rumbo a Gran Canaria, con objeto de recibir allí las aguas bautismales, y durante el viaje se había establecido una cordial corriente amistosa entre ellas y el capitán de navío don Alonso Ojeda.
Fue al llegar a puerto cuando se encontraron por primera vez los amantes de esta leyenda. El alférez León María, que ahora vivía en Las Palmas, había acudido al muelle para esperar a su gran amigo Ojeda. Cuando éste desembarcó con las dos damas a él encomendadas, el capitán hizo la presentación de las moras:
Barca, serena de temperamento y tostada de piel, y Fátima, su hija, frágil y esbelta, en cuyo aspecto se traslucían más firmemente aún que en su madre sus antecedentes latinos.
Al alférez no le fue posible contemplar a la morita, porque venía vestida a la usanza de su tierra y un velo le cubría el rostro casi por completo; pero pudo, no obstante, adivinar la suavidad de líneas de su figura y la dulzura de sus ojos. Y sin saber él mismo por qué, quedó prendado de Fátima desde el momento en que tuvo lugar aquella presentación.
Todos los días se las arreglaba León María para visitar a Fátima, que tampoco sabía disimular su predilección por él. Un día, por fin, hablaron de su amor y llegaron a pensar en un próximo matrimonio, una vez que ella hubiera sido admitida en la Iglesia Católica. Era, pues, cuestión de días, porque ya don José Ventura, el sacerdote que las preparaba, consideraba a las dos moras suficientemente impuestas en las doctrinas evangélicas.
Llegó, al fin, el día señalado para recibir las aguas bautismales, y Barca y Fátima marcharon devotamente a recibir el Sacramento, dispuestas en adelante a cumplir con su nueva religión.
Fátima salió del templo llamándose Ana Joaquina, lo cual suponía para León María que al fin podrían cumplir su sueño de matrimonio. Sin embargo, cuando el alférez comunicó a su familia su proyecto, creyeron que su reputación estaba en juego ante tan descabellada boda. Doña Lucinda, su madre, se sintió enferma ante la perspectiva de emparejar con la heredera de Aliogrey, y su padre creyó deshonroso que tan noble caballero fuese a emparentar con Una nativa de Río de Oro. Pero todas las protestas, los razonamientos y los llantos cayeron en el vacío del alma de León María: estaba más enamorado cada día de Ana Joaquina y la haría su esposa por encima de todo. Además, ninguno de los pretextos que levantaban como murallas entre los dos tenía la menor consistencia: ella era pura, profundamente religiosa, educada y hermosísima. Lo que pudieran decir en su contra tenía origen sólo en una serie de prejuicios sociales más o menos deformados, sobre los que el alma apasionada de León María volaba a gran distancia.
La familia, viendo que nada conseguía por la persuasión, recurrió a la artimaña. El coronel La Rocha tenía sobrada influencia para destinar a su hijo fuera de allí, y, una vez lejos, pensaban todos que sería fácil interceptarles las cartas, para que acabaran aburriéndose y olvidando aquel sentimiento que creían antojos de juventud.
No pasó mucho tiempo sin que el alférez recibiese la orden de abandonar la isla para marchar a Tenerife. Escribió desde allí a Ana Joaquina interminables cartas de amor, que ella contestó con la misma vehemencia; pero poco a poco la familia fue interceptando la correspondencia y llegó un momento en que apenas si León María recibía noticias de su novia. Desesperado, le escribió rogándole una explicación a su conducta; pero ella no pudo dársela, porque no recibió la carta. Lo que si recibió, y muy asiduamente, fue la visita de doña Lucinda Alfaro, que, quitando importancia a la cosa, le aseguró que su hijo nunca había sido muy constante. Ana Joaquina y su madre, desalentadas por aquel desengaño, prepararon la marcha hacia Río de Oro, y cuando ya estaban en ruta doña Lucinda, tratando de rematar su labor, escribió a su hijo una carta en la que le hacía saber, también con cierto aire de indiferencia, que la morita había profesado en el convento de las monjas clarisas.
Esta noticia acabó de desconcertar el ánimo torturado de León María, que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, decidió marchar a Gran Canaria para ver a Ana Joaquina por última vez, aunque fuera con el hábito de novicia. Le fue concedido el permiso y marchó a Las Palmas. Una vez allí, corrió hacia el convento de Santa Clara, para preguntar a la priora por Ana Joaquina; pero la madre le aseguró, entre irónica y desconcertada, que no había entrado en su convento aquella dama. Pensó entonces el enamorado alférez que sólo su familia podría conocer su paradero, y con una energía desusada para con los suyos les exigió explicaciones sobre la meditada trama de aquel engaño. Consiguió, al fin, enterarse de la verdad, y, aprovechando el viaje de su amigo Ojeda, que iba a partir en la goleta Estrella Verde, marchó con él hacia Río de Oro. El viaje, aunque rápido, le resultó interminable a León María. Cuando divisaron la costa, tomaron tierra en unas lanchas, disfrazados de moros. Sigilosamente avanzaron en la dirección del aduar de Aliogrey y, amparados por la noche, lograron escalar el edificio y encontrar a Ana Joaquina sin mucha dificultad. A la mañana siguiente los dos enamorados embarcaron en la Estrella Verde, dispuestos a casarse no bien llegaran a Las Palmas, para evitar en el futuro nuevos contratiempos. El viaje les prometía unas horas de felicidad. Pero algo imprevisto vino a alterar la paz del navío: el vigía había descubierto a lo lejos un bergantín de piratas berberiscos que venía hacia la goleta enarbolando el paño verde. A los pocos minutos se cruzaron unas descargas de fusilería entre los dos navíos y poco después los piratas, muy superiores en número, se lanzaron al asalto de la goleta, que quedó cubierta de cadáveres. Sólo respetaron la vida de los tres únicos que podían valer un buen rescate: el capitán Ojeda, el alférez León María de la Rocha y Ana Joaquina Aliogrey. Fueron trasladados al bergantín y maniatados en una de las bodegas Sólo llevaban allí unas horas cuando alguien vino a desatarlos para conducirlos a cubierta. El capitán estaba de fiesta y quería ver a sus prisioneros. Karedin, el gran pirata, al ver ante sí la delicada belleza de Ana Joaquina, quiso entablar conversación y la saludó en árabe; pero ella no contestó. Karedin, que no consideraba necesarios los preámbulos, se acercó entonces a ella para abrazarla. Casi al mismo tiempo, León María se abalanzó sobre Karedin para impedírselo; pero ya un pirata había desenvainado su cuchillo para defender a su capitán del osado agresor. Ana Joaquina comprendió en un instante que aquel cuchillo iba a quitar la vida de León María, y sin que nadie pudiera preverlo, quiso proteger el cuerpo del alférez con el suyo y el cuchillo fue a atravesar la frágil figura de Ana Joaquina.
León María, viendo en aquel momento destrozado para siempre su sueño de amor, cogió entre sus brazos el cadáver de la morita y, saltando la baranda del navío, se lanzo con él al mar. Las olas, ligeramente enrojecidas por unos instantes, ocultaron a los dos desventurados amantes, que sólo en el momento de la muerte pudieron unirse.
Con los años, regresó el capitán Ojeda, único superviviente de la goleta Estrella Verde, rescatado de los piratas por una fuerte suma. Su vida, una vez en Las Palmas, volvió de nuevo a la normalidad; pero ya nunca pudo apartar de su memoria el recuerdo torturante de aquellos amores del alférez y la morita, que fueron fatales por su misma intensidad y firmeza.
 

GUZMAN EL BUENO

- Leyenda de Cádiz, España -
Reinando en Castilla Alfonso X el Sabio, se recrudeció el enfrentamiento con la resistencia musulmana, que había logrado la ayuda de los nuevos soberanos de Marruecos, los benimerines, cuyo sultán Abu Yusuf Ya'qub desembarcó en España en 1275.
Ausente el monarca de la península, el infante don Sancho organizó los ejércitos cristianos, siendo apoyado por el señor de Vizcaya don Lope Díaz de Haro. En las tropas de éste venía un joven de veinte años, don Alfonso Pérez de Guzmán, nacido en León, que rápidamente se destacó por su arrojo y gallardía.
Firmada una nueva tregua con los musulmanes y obligado Abu Yusuf a retornar a su tierra, un enfrentamiento familiar determinó que el joven pidiera autorización a Alfonso X para salir del reino. Después de vender todas sus posesiones abandonó Castilla, acompañado por una treintena de amigos y criados.
Poco más tarde entraba en contacto con Abu Yusuf, que aún se encontraba en Algeciras y, prometiéndole que le asistiría fielmente, cruzó con él a África. Abu Yusuf lo colocó al frente de todos los cristianos que formaban parte de su ejército. Gracias a sus servicios, relativos sobre todo al cobro de tributos, y a su prudencia, Guzmán logró la estimación y confianza del soberano.
Mientras tanto, en la península, una revuelta encabezada por el infante don Sancho por cuestiones de sucesión, privó a Alfonso X de la mayor parte de su reino. Éste envió entonces su muy conocida carta a Guzmán solicitándole pidiera ayuda en su nombre a Abu Yusuf.
Guzmán, olvidando los incidentes pasados, cumplió con el ruego de Alfonso y Abu Yusuf volvió a cruzar el estrecho. El encuentro entre ambos monarcas tuvo lugar en el campamento musulmán, junto a Zahara. Abu Yusuf le rindió toda clase de honores y lo hizo entrar a caballo en su magnífica tienda, obligándolo a tomar asiento en el sitio principal con estas palabras:
- Siéntate tú, que eres rey desde la cuna, que yo lo soy, desde ahora, en que Dios me lo concedió.
- No da Dios nobleza sino a los nobles, ni da honra sino a los honrados, ni da reino sino al que se lo merece, y así Dios te dio reino porque lo merecías -contestó Alfonso.
Las huestes confederadas asediaron a Sancho en Córdoba e hicieron, incluso, incursiones hasta Madrid, pues la única ciudad que continuaba fiel a Alfonso era Sevilla. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados y los aliados terminaron por separarse. En 1284, Sancho sucedió a su padre y sus súbditos ya no estaban divididos ante los benimerines. Abu Yusuf concertó la paz y volvió a Marruecos acompañado por Guzmán y la esposa de éste, doña María Alonso Coronel. El caudillo cristiano volvió a destacarse como un gran servidor, sobre todo en las acciones bélicas contra los vecinos de Marruecos.
Poco después murió Abu Yusuf, siendo sucedido por su hijo Abu Ya'qub, que aborrecía a Guzmán tanto como aquél lo había amado. En esta época es donde los cronistas de la casa de Medina Sidonia ubican un suceso fantástico que tuvo como protagonista a Alfonso de Guzmán.
Una gigantesca serpiente comenzó a aparecer por los caminos que conducían a la ciudad de Fez, atacando y devorando animales y seres humanos. De aspecto monstruoso, su piel estaba cubierta de conchas durísimas que la hacían impenetrable, incluso al acero, y sus alas le permitían ser más veloz que el caballo. Nadie sé atrevía a hacerle frente y el envidioso Amir, primo y consejero de Abu Ya'qub, que también odiaba a Guzmán, propuso que éste fuera enviado a darle muerte. Abu Ya'qub se opuso, pero el caballero, sabedor del hecho, salió una mañana con sus armas y montura, acompañado sólo por un escudero desarmado y se dirigió al lugar donde la fiera hacía sus estragos. Por el camino se cruzó con unos hombres que huían espantados y que le informaron que la sierpe reñía con un león, no lejos de allí.
Guzmán los obligó a ir con él y, poco después, presenciaba el terrible enfrentamiento. El león, malherido, se defendía de los ataques de su enemiga dando continuos saltos. En cierto momento, la sierpe se volvió hacia el caballero con las fauces abiertas y éste le clavó entonces su lanza, que penetró hasta las entrañas. Instantes después, el león arremetió impetuosamente contra ella y la derribó. Ya muerta, Guzmán hizo que los hombres le cortaran la lengua y llamó al león, que se acercó a él haciéndole mil halagos con la cola, para llevárselo a Fez. La presencia de este animal agradecido, la lengua cortada y la admiración de sus acompañantes fueron allí los testimonios de su victoria. La fama del extraordinario suceso se extendió por África y España.
Dado que su relación con Abu Ya'qub iba deteriorándose de día en día, Guzmán decidió retornar a la península en 1291. Poco después de su llegada fue a ver al rey Sancho IV para ofrecerle sus servicios, quien los aceptó diciéndole «que mejor empleado estaría un tan gran caballero como él sirviendo a sus reyes que no a los africanos». El monarca aprovechó entonces la oportunidad para informarse ampliamente acerca de todo lo relativo a aquellos países, del poder de sus jefes y de la mejor manera de luchar contra ellos.
Por entonces, los cristianos necesitaban perentoriamente conquistar Algeciras o Tarifa, a fin de controlar el estrecho, ya que, aquel mismo año Abu Ya'qub había sitiado Jerez y atacado varios puntos de al-Ándalus, pese a una derrota naval ante sus enemigos. Sancho IV consiguió la ayuda de Muhammad II de Granada para tomar Tarifa, con la promesa de que luego se la entregaría. Sin embargo, una vez conquistada, rompió su promesa y se quedó con el puerto. Muhammad se alió entonces con Abu Ya'qub, y ambos sitiaron Tarifa junto con el infante don Juan, hermano de Sancho e individuo de pocos escrúpulos.
Todos los esfuerzos por apoderarse del puerto, incluidos varios intentos de soborno dirigidos a Guzmán, que a la sazón era el alcaide, resultaron inútiles. El infante concibió entonces un método más eficaz para vencerlo.
Don Juan tenía en su poder al hijo mayor de Guzmán, que le había sido confiado anteriormente por sus padres. Creyéndolo instrumento seguro para el logro de sus fines, lo sacó maniatado de la tienda en que lo tenía y lo presentó a la vista de Guzmán, diciéndole:
- Mirad bien lo que hacéis Guzmán. Si no os rendís, vuestro hijo morirá.
Viendo a su hijo indefenso y sufriente, el corazón de Guzmán se ensombreció de pena. Sin embargo, venció su sentimiento paternal y replicó con estas palabras:
- No engendré yo hijo para que fuese contra mi tierra, antes engendré hijo a mi patria para que fuese contra todos los enemigos de ella. Si don Juan le diese muerte, a mí me dará gloria, a mi hijo verdadera vida y a sí mismo eterna infamia en el mundo y condenación eterna después de muerto. Y para que vean cuán lejos estoy de rendir la plaza y faltar a mi deber, allá va mi cuchillo si acaso les falta arma para completar su atrocidad.
Dicho esto, sacó el cuchillo que llevaba en la cintura, lo arrojó al campo y se retiró al castillo. Poco después, hallándose Guzmán en compañía de su esposa, oyéronse unos terribles alaridos provenientes de los muros de la ciudad. Don Juan había cumplido su ruin promesa.
- Impedí que los musulmanes entraran en Tarifa -fue todo lo que el alcaide dijo para calmar los ánimos del pueblo.
Poco después, los sitiadores, temerosos de la ayuda que desde Sevilla se enviaba a la plaza, levantaron el cerco y regresaron a sus tierras.
Pronto se extendió por toda la península la noticia de los hechos sucedidos en Tarifa, llegando también a oídos del rey, enfermo por entonces en Alcalá de Henares. Desde allí le envió a Guzmán una carta de agradecimiento, comparándolo con Abraham y reconfirmándole el sobrenombre de «Bueno» que ya el pueblo le daba por sus virtudes. Y aunque Guzmán consideraba su hazaña suficientemente premiada con el mero reconocimiento del rey, éste le hizo donación de todas las tierras comprendidas entre las desembocaduras del Guadalete y el Guadalquivir.

EL DEDO DEL DIFUNTO

- Leyenda de Cádiz, España -
En toda la provincia de Cádiz, y aun en toda Andalucía, se contaban las gracias y los golpes de aquel famosísimo notario, D. Antonio Flores. Hombre sesentón, de un buen humor constante inalterable, gozaba de una envidiable popularidad. Y una de sus famosas ocurrencias dio origen a la más conocida y graciosa leyenda: "la del dedo del muerto".
Era D. Antonio notario de Cádiz, aunque le llamaban y acudían a él gentes de toda la provincia y de las inmediatas. Su buen humor y chispeante ingenio, iban unidos a una honradez y una probidad acrisolada y esto le hacía depositario de grandes sumas, de numerosísimos valores y papeles, joyas y secretos de gentes principales, muchas de las cuales teníanle confiados por completo su fortuna y sus intereses.
Cierta noche, cuando D. Antonio tomaba café en unión de varios amigos de su tertulia, le llamaron con toda urgencia. Se moría D. Blas Portillo, uno de los gaditanos más ricos e ilustres, y el moribundo, que en vida y en salud no había querido jamás oír hablar de testamento, quería arreglar sus cosas, al verse en la antesala de la muerte.
Don Antonio se dispuso en seguida a cumplir su deber y, efectivamente, diez minutos después el coche le dejaba en casa de los Portillos, una de las más hermosas y ricas de la antigua calle Real.
El notario, al penetrar en el dormitorio del moribundo, donde estaba congregada la familia, se dio cuenta de que allí pasaba algo raro. El enfermo ocupaba un lecho monumental, al lado del cual estaba la esposa -la tercera esposa- de don Blas, acompañada de dos hijas de ella, habidas en su primer matrimonio, pues era la mujer de D. Blas viuda, a su vez de primeras nupcias, cuando se casó con éste que lo era ya de segundas.
D. Blas tenía fama de avaro y poseía una gran fortuna. La vida del enfermo con su tercera mujer no había sido, ni mucho menos, feliz y tranquila: le había resultado despótica y dura, y, por si esto era poco, las dos hijas, habidas en el primer matrimonio, eran tan tarascas como
la madre.
Lo que extrañó a D. Antonio al penetrar en la alcoba del moribundo, fue encontrar la estancia tan a oscuras que apenas se veía sino la silueta del enfermo y de las cosas.
- ¡Pase por aquí, D. Antonio! -le dijo una de las muchachas, cogiendo al notario de la mano.
Y le condujo junto al lecho, hasta un gran sillón frailuno, preparado al efecto.
En seguida, la mujer del moribundo le dijo a media voz
- Mi pobre esposo apenas puede hablar, D. Antonio. Así, usted vaya anotando, conforme yo pregunte al pobre mío, lo que pretende hacer de los bienes. ¡Escriba, escriba usted!
El notario vio que le traían una débil lamparilla, provista de una pantalla la cual aunque iluminaba apenas la carpeta y el papel que le brindaba otra de las muchachas, seguía dejando en tinieblas el resto de la estancia.
El notario, espíritu agudo y fino, se había dado inmediatamente cuenta de la situación.
- Puede usted preguntarle lo que guste, señora -repuso-. Ya escribo.
La presunta viuda lanzó un profundo suspiro, como si la arrancaran el alma, y puesta al lado del lecho, junto el notario, preguntó al moribundo, al tiempo que se inclinaba sobre el rostro de éste:
- ¡Escúchame, Blas querido!: ¿verdad que es tu voluntad que esta casa, con la finca de la Hondonada, sean para mí?
Hubo un silencio expectante. La viuda se había vuelto rápidamente, en cuanto pronunció aquellas palabras, hacia el notario.
Este esperaba con el oído atento y una leve sonrisa en los labios. Al ver que el testador no contestaba, iba ya a decir algo, cuando la señora le atajó:
- El pobre mío no puede hablar; pero observe usted como mueve la mano derecha en señal de asentimiento. ¿Verdad, Blas querido que me dejas esta casa y la finca de la Hondonada?... ¿Ve usted, don Antonio, como mueve la mano derecha?... ¡Escriba, escriba!...
El notario había comprendido, y con aquella su cazurrería proverbial, escribió en efecto, encabezando el testamento.
La viuda presunta continuó entonces:
- ¿Verdad, querido Blas, que las dos casas de la calle Traviesa, el cortijo de las Cigüeñas y la dehesa del Galapagar los dejas a mi hija mayor, María, aquí presente?
Volvió a moverse la mano derecha, mejor dicho, el índice de esta mano, del moribundo, y la señora añadió:
- ¿Ve usted como asiente? ¡Está conforme con todo! ¡Es que el pobrecito ha perdido ya la palabra! ¡Escriba, usted, señor notario, escriba usted!
Y D. Antonio escribió sin chistar.
- ¿Verdad, querido mío, que las acciones de los vapores, los títulos de la Deuda, y la mina de los Camilos los dejas a mi hija pequeña, Estefanía, que también está aquí a tu lado?
Nuevo movimiento del índice, otro comentario de la señora y vuelta a escribir el notario, según los deseos del moribundo.
Y así continuó, durante largo rato, haciéndose aquel extraño testamento: la mujer preguntando, el índice moviéndose y el notario escribiendo la última voluntad de un difunto.
Porque lo notable del caso es que don Antonio Flores había comprendido desde el momento mismo de penetrar en la alcoba, que D. Blas había muerto hacía ya rato. Todo esto era un soberbia mise en
scène
preparada por la familia para disponer a su antojo de los bienes y la fortuna del muerto.
Alguien debía estar escondido debajo de la cama y movía un hilo o cuerdecilla, atada a la diestra del cadáver. ¡Y allí estaba el intríngulis!
D. Antonio tuvo uno de sus rasgos geniales. Ya era hora de acabar con aquella escandalosa farsa. Sabía de memoria cuáles eran los bienes, casas y propiedades de D. Blas Portillo y conocía, por tanto, lo que faltaba por distribuir. Y así, extendió la diestra armada del lápiz con el cual escribía el testamento en borrador, y dijo a la dos veces viuda:
- ¡Espere un momento, señora, que voy a hacer yo una pregunta al pobre enfermo!
E inclinándose sobre el lecho, preguntó a D. Blas, como si le hablara al oído, aunque en voz alta para que todos le oyeran:
- ¿Verdad, mi querido D. Blas, que deja usted el molino de la segunda, la casa de la plaza de Moret y cuarenta mil duros en efectivo a su buen amigo el notario D. Antonio Flores, a quien está usted dictando este testamento?
Ahora se hizo un silencio de asombro.
Como el traspunte escondido debajo de la cama no contaba con aquella terrible huéspeda, se guardó muy bien de tirar del hilillo. La viuda y sus dos hijas miraron al notario y se miraron luego mutuamente; trabajo les costó disimular la sorpresa y la cólera.
El notario esperó unos momentos, un tiempo prudencial, fijos los ojos en la diestra del cadáver; pero el índice no se movió, ni siquiera cuando hubo repetido la pregunta. D. Antonio se puso en pie y dijo en tono entre burlón y terriblemente acusador:
- ¡Bueno, señoras mías!: o se mueve la mano de D. Blas para dejarme a mí heredero de lo que pido, o, de lo contrario, ¡no hay testamento!
Y aunque -según la leyenda- la diestra se movió en seguida, D. Antonio Flores, soltando una sonora carcajada, rompió el borrador de aquel testamento de muerto y dijo a la estupefacta dueña de la casa, mientras abandonaba la habitación:
- ¡Señora! Ya le pasaré a usted la minuta.

UN AMOR FUNESTO

- Leyenda de Burgos, España -
Era la época en que las huestes cristianas se oponían a las avanzadas del guerrero Almanzor; no obstante, éste veía alzarse contra él a un temible baluarte: el reino fronterizo de Castilla. Ante su creciente poderío, comprendió que debía emplear, junto con las armas, gran parte de habilidad y de astucia. No desconocía las rivalidades de los reinos cristianos, y decidió lograr una alianza castellana ofreciéndoles ayuda contra cualquier amenaza del reino de Navarra.
En Castilla gobernaba entonces el conde Sancho García, pero, por su temprana edad, tenía las riendas del poder su madre doña Oña, condesa viuda de Castilla. Era mujer de mucho temperamento, a quien seducía en gran manera el mando.
Almanzor fue a Burgos, capital del condado de Castilla, para negociar la alianza entre cordobeses y castellanos. Cuando doña Oña le vio, quedóse profundamente enamorada de la arrogancia y apostura del guerrero cordobés; este amor no pasó por alto para Almanzor y decidió sacarle el mayor partido posible. A tal fin empezó a dar muestras de cariño a la enamorada Condesa, con lo que logró ganar plenamente su ánimo. No reparaba doña Oña en la nobleza de su linaje ni en la pureza de su sangre castellana, para rendirse al sagaz Almanzor: le amaba con todo su corazón y no dudaba en exponerlo todo para tenerlo a su lado.
Almanzor, cuando tuvo ganada a la Condesa, comprendió que un obstáculo se oponía a su ambiciosa idea de unir Castilla y Córdoba en una misma corona: el joven Sancho García, y decidió suprimirlo. Para ello pensó utilizar como medio a la propia Condesa, y a partir de entonces comenzó a pintarle con los más bellos colores las excelencias de una unión cordobesa y castellana, al tiempo que le ofrecía casarse con ella; la Condesa respondía a tales pensamientos con visibles muestras de complacencia, pero cuando Almanzor insinuó que para ello convenía eliminar a don Sancho, doña Oña le miró con desdén y rechazó indignada tal insinuación. No se desanimó por su negativa el musulmán, pues la esperaba, pero confiaba en que la pasión que por él sentía la castellana le haría cambiar de opinión. Y así fue; un día llegó el moro a la habitación en donde se encontraba doña Oña, y le dijo que su amor no era sincero, puesto que a la primera prueba que le había pedido se había negado a dársela. Por lo tanto, no podía consentir su dignidad de musulmán verse así engañado y tenía decidido marchar aquel mismo día para Córdoba. Cuando la Condesa oyó tales palabras, fue rápida hacia él y se quejo con amargura de su ingratitud y de la falta de comprensión para su amor. En su afán de tenerle a su lado, llegó a prometerle que mataría a su hijo para que pudieran casarse.
Fueron pasando los días; la Condesa seguía dispuesta a ejecutar el criminal proyecto, y sólo si Almanzor no estaba con ella la inquietaban sus pensamientos. Los dos amantes habían fijado el día en que don Sancho fuera mayor de edad para causarle la muerte. Cuando llegó la fecha se hicieron los preparativos para el gran banquete que había de celebrarse, al que estaban invitados los nobles castellanos y los acompañantes de Almanzor. Entre la vajilla real figuraba una copa de oro que era tenida en gran estima por haber bebido en ella los primeros jueces de Castilla. Por eso habían hecho de ella un símbolo de independencia, y sólo la utilizaban los Condes soberanos en las ocasiones más solemnes. Así, como en aquella fecha Sancho García bebería en tal copa, decidió Almanzor que doña Oña echara en ella, mezclado con el vino, un fuerte veneno que produciría la muerte al poco tiempo de haberlo injerido.
Aquel día, musulmanes y cristianos organizaron una brillante comitiva para dirigirse a Palacio. En la regia casa reinaba gran alegría por la subida al poder, de hecho, del joven Conde. Sólo doña Oña sostenía una dura lucha consigo misma: sentía una amarga pesadumbre por el acto infame que iba a cometer, pero su desenfrenada pasión por Almanzor desechó tal pensamiento y fue decidida al lugar en donde estaba la copa, para verter en ella el mortífero veneno. Después que lo hubo echado, desapareció la angustia que antes la turbara, y sintió una extraña serenidad. Salió de la habitación con gran calma y fue a su aposento para adornarse con sus mejores galas y estar dispuesta, para, cuando su hijo la llamara, bajar al salón en que había de celebrarse el banquete. Después que la Condesa ocupó en él un sitio junto a su hijo, era tal la tranquilidad que reflejaba su semblante, que Almanzor dudó que hubiera hecho lo que pensara; sólo cuando vio que, al dirigir el Conde su mano hacia la copa, el rostro de la Condesa mudaba de color, se convenció de que todo se había realizado como él quería. En aquel momento, Sancho García, que durante el banquete atendió con cariño a su madre y al moro, cogió la copa y se levantó para brindar por una duradera y firme amistad entre el reino de Córdoba y el condado de Castilla. Entonces la Condesa, con una palidez mortal, pidió permiso a su hijo para retirarse a sus habitaciones por sentirse algo indispuesta. Don Sancho le prodigó amables frases y le concedió el permiso deseado. Aquellas muestras de cariño acabaron de convencer a la condesa de que no debía consentir la muerte de su hijo, y, cuando éste se llevaba la copa a los labios, dio un gran grito e impidió, arrojándose a él, que bebiera el mortal veneno. En un instante, ante los asombrados ojos de la concurrencia, cogió la copa que tenía el Conde y, llevándosela a la boca, la apuró de una vez. Después explicó a Sancho lo que Almanzor la había impulsado a hacer contra él; le pedía perdón para sí, antes de comparecer ante el tribunal de Dios. El conde Sancho García, sorprendido por lo que doña Oña acababa de revelarle, la tranquilizó afectuosamente y, en la imposibilidad de hacer nada para salvar la vida de su madre, la perdonó de todo corazón.
Mientras tanto, Almanzor, indignado al ver que la Condesa le había traicionado, empezó a insultarla, lleno de ira. Los nobles castellanos ante tanta villanía, echaron mano a sus espadas, dispuestos a hacer pagar caro el criminal propósito del musulmán; pero don Sancho los contuvo diciéndoles que debían respetar la hospitalidad que habían dado al cordobés y permitirle salir en paz hacia su tierra. Sólo cuando hubiera llegado a ella debían retarle en campo abierto. Los nobles se aplacaron con las palabras de su señor, y poco después moría la desgraciada condesa Doña Oña.
Almanzor y sus acompañantes salieron para Córdoba, y Sancho García mandó hacer solemnes exequias a su madre.
 

LA ERA DE LA ESCORCA

- Leyenda de Baleares, España -
En Escorca, por el camino de Lluc, ábrese una sima en la que de noche se escuchan cantos infernales, trote de caballos, gritos de mujer y repique de cascabeles.
En otro tiempo había en este mismo lugar una era. Cuando llegaba el mes de agosto reuníanse allí los trilladores y trabajaban entre gritos, cantos y risas.
Un domingo, por la tarde, en la era se trillaba, sin respetar el día del Señor. Mientras los caballos daban vueltas y más vueltas, haciendo sonar sus cascabeles, los payeses cantaban y decían a las mujeres bromas soeces. Éstas gritaban y reían, armando entre todos un guirigay espantoso.
De pronto se oyó por el camino de Lluc el vibrante sonido de una campanilla. Era un sacerdote que llevaba a un enfermo el Santo Viático. Los payeses continuaron su al­gazara, sin hacer caso de la divina presencia.
El sacerdote, horrorizado por tal profanación, se detuvo un momento, sin atreverse a pasar por delante de aquella gente tan irrespetuosa. De repente se oyó un gran estrépito; la tierra se abrió y sepultó en su seno a cuantos en la era había.
Desde entonces siguen trillando sin parar los payeses, cantando; riendo y gritando eternamente, como en aquella tarde del domingo.
 

DON LOPE DE MENDOZA

- Leyenda de Badajoz, España -
El 4 de mayo de 1619 se celebró en Zafra una gran boda. Se unían en ella dos familias de gran fortuna. Silva y Figueiredo, portuguesa, y Álvarez, española.
El contrayente, Álvaro de Silva y Figueiredo, había nacido en Elvas, en los comienzos del 1600. Siendo de familia noble, fue educado con gran esmero; aunque, a decir verdad, no sacó gran provecho de la sabiduría que intentaron inculcarle, ya que el mozo más gustaba de fiestas y romerías que de estudios.
En el año 1617 figuraba como el más turbulento muchacho de la frontera. Corriendo de fiesta en fiesta, coincidió en las ferias de Zafra que se celebraban con gran esplendor, y en un baile, en la casa de los nobles señores de Ugarte, conoció a María Álvarez que era, sin disputa, la más bonita de las muchachas que acudieron a la fiesta. Se enamoró de ella, y en el día 4 de mayo de 1619, como ya hemos dicho, contrajeron matrimonio.
Al año de su boda, María y Álvaro tuvieron una hija, que creció en medio de mimos y cuidados, siendo a los diecisiete años, una joven de extraordinaria belleza. Su nombre era Mencía del Olvido.
En 1637 pasó por Zafra una compañía de infantería, que dejó en aquella localidad un destacamento de cuarenta plazas, bajo el mando del alférez don Lope de Mendoza, que pertenecía a una de las más nobles familias de Sevilla.
Mencía del Olvido y don Lope se amaron casi desde el mismo momento en que se vieron; mas cuando don Lope solicitó la mano de la joven a su padre, éste se negó en redondo a concedérsela, por la sola razón de que, a pesar de su mucha nobleza, don Lope no poseía otro caudal que lo que ganaba con las armas.
No solamente se negó el padre a que Mencía del Olvido se casara con don Lope, sino que la inclinó a contraer matrimonio con un descendiente de los Ramírez de Prado, noble familia que poseía una gran fortuna. La oposición del padre llegó demasiado tarde. Mencía y Lope amábanse ya lo bastante para no querer separarse.
Ante la constante resistencia de su hija a la boda con Ramírez de Prado, don Álvaro la encerró en el monasterio de Religiosas de Santa Clara; pero la joven, con su belleza y su zalamería, ganó las simpatías de la Abadesa, quien le permitió celebrar de cuando en cuando secretas conferencias con don Lope.
Cuando don Álvaro tenía ya casi listos todos los preparativos para el casamiento de su hija con don Alfonso Ramírez de Prado, don Lope había conseguido convencer a Mencía del Olvido para que se fugara con él y casarse en secreto.
Para realizar su plan contaban con la complicidad de un paje que servía a don Lope, y que a última hora, y por la ambición del dinero, se vendió a don Álvaro, revelándole el día y hora en que se efectuaría la fuga.
Cuando llegó el momento señalado por los amantes, y cuando don Lope iba a subir al convento por una escala de cuerda, vióse de pronto rodeado por don Álvaro y su gente, que intentaron matarle. Defendióse el alférez, y en el calor de la disputa don Álvaro le abofeteó. Don Lope no pudo contener su primer impulso, y, desenvainando su espada, la hundió en el pecho de don Álvaro, quien, al caer herido, exclamó: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope consiguió escapar de Zafra, y cabalgando sin descanso, llegó a Sevilla a los tres días. Allí se alistó en un Tercio español que partía hacia Nápoles a combatir en una de las innumerables guerras que por aquellos tiempos sostenía Italia.
Siendo joven y galante, tuvo en este país muchas aventuras amorosas que le hicieron olvidar el amor de doña Mencía del Olvido. Ésta, sin embargo, no le olvidó, y aun profesó en el mismo convento de Santa Clara, en cuya muralla había muerto su padre.
Don Lope pagó muy cara su ingratitud. Iba de continuo de fiesta en fiesta y tenía mucho favor entre las damas que se disputaban sus galanterías. Una noche, al salir de un baile, pasó por delante del palacio de Fabricio Colonna. De pronto surgió de las sombras un bulto negro, que se acercó a él, alargándole una carta. Al preguntar don Lope quién era, retiró su embozo y apareció ante su vista el espectro de don Álvaro, que, señalando su herida, dijo con siniestra voz: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope cayó desvanecido de terror. Cuando recobró el sentido leyó la carta que aún estrechaba en su mano. Decía así: «Hoy, 7 de febrero de 1639, yo, Álvaro de Silva y Figueiredo, natural de Elvas, padre de doña Mencía del Olvido y muerto por tu mano el 7 de febrero de 1638, por especial permiso de Dios, vengo a anunciarte que morirás sin remisión el día 7 de julio, al cumplirse los diecisiete meses de mi muerte. Es la justicia de Dios. ¡Maldito seas, infame castellano!».
El terror que de momento había sentido fue desvaneciéndose en el ánimo de don Lope, que procuró persuadirse de que todo había sido una broma pesada de alguno de sus compañeros que conocía su aventura. Llegó a olvidar el trágico suceso y trasladóse a Milán, donde, como antes en Nápoles, empezó a frecuentar los salones y las fiestas, galanteando a las damas, que se desvivían por él.
Una noche, en un baile ofrecido por el Alcalde, se le acercó de pronto un criado, que le entregó una carta que había dejado para él un enmascarado. La carta era, como la anterior, de don Álvaro, y decía: «Sólo te quedan cuatro meses de vida. Dios quiere que mueras el 7 de julio, a media noche. ¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope abandonó la fiesta, y corriendo por las calles desalentado, se dirigió al convento de los Padres Capuchinos, que encontró cerrado. Sentóse en el portal, para esperar el día. Allí le encontraron cuando abrieron, de madrugada. Al preguntarle el lego qué hacía allí, contestó que quería confesarse con el Padre Prior. El lego, al verle tan desencajado, le permitió entrar, y don Lope hizo una confesión sincera y llena de arrepentimiento. Una vez absuelto de todos sus pecados, pidió al Prior que le permitiera tomar el hábito. Estaba cansado del mundo y quería vivir en el retiro del claustro. El Prior hízole toda clase de reflexiones. Mas le vio tan decidido, que le aceptó como novicio.
En la clara mañana del día 7 de abril pronunció los votos solemnes ante toda la comunidad. Al regresar al coro, encontró en el suelo, frente a su sitial, una carta cerrada. Entre las sombras, parecióle ver un bulto que conoció inmediatamente. Era don Álvaro, que, mostrándole su cara pálida y cadavérica, le dijo una vez más: «¡Maldito seas, infame castellano!».
Don Lope no pudo resistir tanta emoción, y cayó enfermo de miedo. Sufriendo horribles alucinaciones, que le hacían sufrir mucho, llegó al 7 de mayo. En la noche de aquel día encontró bajo el travesaño de su cama una carta en la que se le decía que sólo le quedaban sesenta días de vida. El 7 de junio encontró otra misiva, aconsejándole que se preparara para morir el 7 de julio a la misma hora en que había dado muerte al padre de doña Mencía del Olvido.
Antes de cumplirse el plazo fatal, don Lope Mendoza sintióse atacado por violentas convulsiones. El día 6 de julio pidió la confesión, y el día 7 murió, dejando consternados a sus compañeros de comunidad.
 

LA VIRGEN DE CHILLA

- Leyenda de Ávila, España -
En uno de los valles formados por las estribaciones de la imponente sierra de Gredos, está enclavado el pintoresco pueblecito de Candeleda (Ávila). Y en sus cercanías, entre picos inaccesibles, pinares espesos y olorosos, encinares y robledales tupidos, se alza, desamparada y cándida, la pequeña ermita de la Virgen de Chilla. Para subir a ella hay que trepar, dejando a un lado la sombra de un castillo medieval y las márgenes del zigzagueante Cuevas, en cuyas aguas reflejan su vuelo las cigüeñas, varias horas por caminos de herradura- Y arriba, mientras se recrea la vista en las magnificencias de un soberbio panorama y se respira el aire perfumado de los pinares, no faltará quien sepa, por haberla oído de labios de sus antepasados, y relate la fuerte e interesante leyenda de la aparición de la Virgen de Chilla.
Fue aquí en el mismo lugar donde, como blanco nido de palomas, se alza hoy la ermita. Entonces sólo frecuentaban estos riscos y bosques los pastores para dar de comer a sus ganados. Abajo, muy abajo en el valle, se alzaba la primera cabaña, escueta y solitaria.
Vivía en ella la familia de Antón el pastor, compuesta del matrimonio y dos hijos pequeños. La mujer, Casilda, una hermosa muchacha, bastante más joven que Antón, le había salido «cara y... cruz», como decía un chusco: ligera de cascos, un tanto coqueta y peligrosa. Lo cierto fue que Casilda escuchó los requiebros y galanteos de Colás, un pastor joven de las cercanías, cuyos ganados pastaban también por aquellos andurriales. Tanto rogó Colás y tanto extremó sus manifestaciones de pasión que Casilda accedió a concederle una entrevista, acaso con designio de desengañarle. La cita había de tener lugar en el sitio mismo donde se alza la ermita de la Virgen.
Antón era celoso. Barruntó algo extraño. Siguió por riscos y breñas a Casilda y sorprendió a los casquivanos, cuando la mujer acababa de desembocar en la plazoleta y apenas se habían saludado.
- ¡Colás: tú eres un mal hombre y un mal amigo! - díjole Antón, seguro de haber sorprendido a los infames, tras hacer retirarse, con un gesto a Casilda al fondo de la plazoleta -. ¿Cuántas veces no te he dado yo albergue en mi casa?... ¿Cuántas no he compartido contigo la hogaza y el queso que llevaba en mi morra?... ¡Y así has querido pagarme! ¡Vas a tener tu merecido y vas a ver que no se juega impunemente con el honor de Antón!
Mira: a prevención,. por si no llevabas navaja encima, he traído yo dos. ¡Escoge la que quieras! Y luego uno de los dos está de más; porque no es de ley que los dos vivamos, no cabemos ambos en el mundo, después de haber querido mancillar mi nombre. ¡Coge ya una navaja!...
Colás, lívido, dudaba. Comprendía que le era preciso matar o morir. Uno de los dos había de quedar fuera en el combate. Su juventud se encabritaba, aferrada a la su gallardía de hombre fuerte y valiente le impelía a tomar aquel arma y tratar de eliminar a su contrario. Pero pudo en él más un sentimiento noble, generoso y justo que invadió su alma en instante tan solemne. Desatóse la faja; abrióse la camisa de un tirón; mostró el fuerte pecho desnudo y dijo, avanzando hacia su rival, sin querer recoger la navaja caída:
- ¡Tírame duro, Antón, tírame aquí, donde es verdad nacieron esos sentimientos miserables! ¡Castígame tú mismo, mátame como a un perro! ¡Párteme el corazón de un tajo como se merecen los asesinos y los malvados!
Aquella nobleza no desarmó a Antón. Ciego de cólera, se acercó más a su rival; levantó en el aire el brazo; su fuerte mano empujaba la navaja abierta. Y se dispuso a hundir el acero en el mismo corazón del rival odioso que se ofrecía como víctima sumisa a su justicia.
De pronto se encontró paralizado, sin fuerzas. Un obstáculo invisible, un poder misterioso le retenía la navaja. Sonó un trueno. Antón levantó los ojos, y vio como de una nube, bajada de las alturas hasta tocar casi el pico de la sierra donde se abría la explanada, surgía la figura de la Virgen que, sonriente, le decía:
- ¡Perdona, Antón, perdona! ¡Cuando pase tu furia, te arrepentirás de haber matado! Lo hermoso del hombre, lo grande, lo que le ennoblece, le sublima, le hace superior a todas las criaturas y a sí mismo, no es la ira, ni los instintos homicidas, vengativos, ni las malas pasiones, patrimonio de todos los seres feroces de la creación, de todos las fieras, sino la piedad, la bondad, la dulzura y el perdón. Piensa esto: sólo cuando perdona a los que le ofendieron, es el hombre verdaderamente grande y dignifica su vida. ¿Qué dices?
El pastor apenas entendió aquellas sublimes y celestiales palabras, y, ciego de furor, rugió:
- ¡Déjame!... ¡Suelta!... ¡Suelta mi navaja!... ¡Quiero matarle!... ¡He de matarle!
- Ya no puedes -repuso la Virgen, sonriendo dulcemente-. ¡Mira!
Y Antón, al mirar hacia donde apuntaba el índice extendido de la imagen, vio a su rival convertido en estatua de piedra...
Y ésta es la Virgen que, surgiendo de una nube, se ve todavía en el santuario de Chilla. En un altar contiguo la efigie de un joven pastor muestra desatada su faja roja, abierta la camisa de blanco lienzo, y descubierto el pecho, como si ofreciera todavía el corazón culpable al furor de la navaja de Antón, su rival.

LA CRUZ DEL DIABLO

- Leyenda de Albacete, España -
A dos kilómetros del pueblo de Corral Rubio, en Albacete, se ve una cruz que los vecinos llaman la Cruz del Diablo.
Su historia es ésta: Un buen hombre, padre de muchos hijos, pequeños todavía, tenía un mísero jornal, con el que apenas podía atender a las necesidades de su casa. El pobre hombre trabajaba sin descanso de sol a sol, y apenas llevaba a casa lo indispensable para el sustento de él y de los suyos. En su pobre choza se albergaban el hambre y el frío.
Cierto día que necesitaba dinero para comprar unas herramientas de trabajo, fue al pueblo vecino a pedir un préstamo a un amigo. Se lo negó, y el hombre volvía por el camino, lleno de angustia y de dolor. En su desesperación, llamó al diablo en su ayuda, y a los pocos pasos notó que le invadía un pesado sueño que le impedía caminar. Se acostó al borde del camino y se durmió. AL despertar encontró que tenía una bolsa llena de monedas de oro. Loco de alegría, empezó a contarlas. ¡Había cientos de ellas! ¡Una verdadera fortuna! ¡Él y sus hijos iban a ser ricos! Al fondo de la bolsa encontró un papel escrito citándole en aquel mismo sitio para dentro de tres años. Feliz, se marchó a casa con su dinero. Fue acogido por su familia con grandes gritos de alegría. ¡Se acabó el hambre para todos!
Al cabo de tres años dedicados a disfrutar y gastar, llegó el día indicado, y acudió a la cita. Se sentó en el mismo sitio y esperó; sintió que le volvía aquel mismo sueño y se tumbó a dormir. Al despertar, vio junto a él un hombre horrendo; aquel rostro infundía pavor. Le sonreía con una boca infernal y le decía: «Soy tu amigo el diablo». El hombre dio un grito y, horrorizado, intentó huir, diciendo: «Déjame, yo no quiero nada contigo».
Pero el diablo le alcanzó y, agarrándole con una mano férrea, le dejó convertido en estatua de piedra.
Al día siguiente todos los vecinos del pueblo acudieron, sobrecogidos, a contemplar la obra del diablo, que durante mucho tiempo sirvió de lección para los impíos.
Hasta que un sacerdote mandó tallar sobre la estatua una cruz.

Garci Fernández y la condesa traidora

- Leyenda española -
Era el conde de Castilla Garci Fernández uno de los más apuestos y gallardos varones que nunca se vieran. Hijo de Fernán González, unía al valor heredado de su padre una hermosa prestancia; eran bellas, sobre todo, sus manos, tan blancas y suaves que enamoraban a todas las mujeres que las contemplaban. Y el buen Conde, temeroso de ello, cada vez que tenía que hablar con mujer, hermana o hija de amigo o vasallo, cuidaba mucho de llevar enguantadas sus manos.
Por aquel tiempo las tierras y caminos de Castilla eran paso obligado de muchas peregrinaciones que se dirigían a Santiago. De todas las naciones del mundo llegaban hombres y mujeres, nobles y siervos. En una de esas piadosas expediciones llegó un Conde francés acompañado de su hija. Recibió hospedaje en el palacio de Garci Fernández, que desde el primer momento se sintió prendado de la belleza de la hija del francés. Ella, de nombre Argentina, también se sintió seducida por la gallardía de su huésped y por la radiante blancura de sus manos. Y así, con anuencia de su padre, aceptó el casamiento que Garci Fernández le propuso, celebrándose los esponsales con gran animación y alegría.
Pasaron algunos años y la unión de Garci Fernández y Argentina fue estéril. El Conde estaba siempre agobiado por la lucha dura contra los musulmanes, y Argentina poco a poco iba dejando enfriar aquel amor que la hiciera cambiar de patria y morada. Se cumplían ya seis años de su matrimonio y ella suspiraba sintiéndose poco feliz. Un día, por el mismo camino que ella viniera, llegó un Conde francés, lo cual llenó de gran alegría a la Condesa, que dispuso un rico alojamiento para su compatriota. Largas conversaciones tuvo con él, y el francés, que era viudo, logró con mañosas palabras seducir a la Condesa. Garci Fernández por aquellos días yacía en el lecho, preso de pertinaz dolencia, y no advirtió la traición de que era objeto. Y ésta se consumó con la huida de la traidora Condesa y del francés. Cuando Garci Fernández lo supo, ya los desleales estaban lejos y era imposible alcanzarlos.
Gran dolor tuvo Garci Fernández ante tan cruel alevosía. Y en cuanto curó, determinó realizar una peregrinación a Francia, a Santa María de Rocamador. Encargó el gobierno de Castilla a dos jueces, Gil Pérez de Barbadillo y Ferrant Pérez, y él, tomando para su compañía tan sólo a un fiel criado, partió.
Llegó después de muchas jornadas al condado de aquel francés que pérfidamente le robara a su esposa; Garci Fernández y su criado habían tomado hábitos modestísimos y se fingían peregrinos mendicantes; de esta manera pudieron hablar con las gentes de aquel condado y oyeron contar que el traidor había tenido de su primer matrimonio una hermosa hija, a la que tanto él como su madrastra, la condesa Argentina, daban de continuo un trato cruel. Ninguna alegría tenía la hermosa muchacha y sufría día tras día molestias, persecuciones e insultos. Sólo le era fiel una vieja criada a la cual hablaba de su triste estado y de cómo suspiraba porque algún caballero la librase de su esclavitud y la llevara consigo, lejos de aquellos parajes, de tan mala vida para ella.
El conde Garci Fernández y su criado, mientras tanto, iban todos los días al castillo para comer de las sobras que allí se repartían a los mendigos. La criada de la hija del Conde francés, una vez que asistía al reparto de las sobras, notó la distinción que, a pesar del harapiento disfraz, emanaba de la persona de Garci Fernández; mientras éste tenía la escudilla entre sus manos, vio la criada cómo brillaban de blancura, contrastando con el barro de la tosca vasija. Pensó que quien poseía tales manos no podía ser sino un noble caballero, enmascarado de tal suerte. Lo llamó aparte, como si fuera a darle más comida, y con habilidad fue preguntándole por su patria y procedencia, hasta que, ganando la confianza del supuesto peregrino, supo de sus labios toda su lastimera historia. Y quedó admirada al saber que aquel a quien ella había creído de noble cuna, lo era, y aún mucho más que el señor de su tierra.
La fiel sirviente, pensando que había encontrado al hombre que pudiera librar a su señora de la cruel vida que recibía, condujo a Garci Fernández por un pasaje reservado hasta la cámara de doña Sancha, que así se llamaba la hija del Conde francés. El castellano, echándose de rodillas ante la muchacha, le declaró todo lo que le había ocurrido y de qué manera había sido burlado y afrentado. «No la vida, sino el honor es lo que es valioso para mí, - le dijo. - Y no puedo volver a Castilla y presentarme ante mis súbditos si no es después de haber cumplido mi venganza». Doña Sancha vio abierto el camino de su liberación y el medio de que terminase su triste estado. Aquella misma noche se dio como esposa al conde Garci Fernández; lo ocultó en su cámara y le indicó el camino a la de su padre y madrastra. El castellano, cuando todos descansaban en el palacio, se deslizó ocultamente, y entrando en la alcoba de los traidores, los mató y descabezó. Y después huyó a Castilla, llevando consigo a doña Sancha.
Llegó a Castilla Garci Fernández, y reuniendo a sus vasallos, les mostró las cabezas de los traidores y les dijo:
«Ahora soy digno de ser señor vuestro, que me he vengado, y no antes, que vivía en deshonra». Y todos los caballeros reconocieron que la honra de su señor había quedado limpia, y rindieron pleito homenaje a doña Sancha, como condesa de Castilla.
Mas no debían cesar las desventuras de Garci Fernández. Doña Sancha no había obrado tanto por amor como por venganza; su alma estaba madurada al calor de muchas amarguras y de muchas hieles, y en ella había asentado el rencor una raíz que nada podía quitar. El odio que durante tantos años había cuajado su alma, al desaparecer el objeto concreto, había dejado una huella de amargura y de ambición. El nacimiento de un hijo, Sancho, no aumentó su amor a Garci Fernández, sino más bien lo hizo disminuir, creciendo, en cambio, su soberbia y anhelo de dominio. Por entonces las victorias de Almanzor sobre los cristianos rodeaban a la figura del caudillo moro de un prestigio casi místico. Doña Sancha había oído de continuo los relatos de esas victorias y su espíritu ambicioso había concebido el fantástico proyecto de darse a Almanzor como esposa; al mismo tiempo, el amor hacia su marido se había convertido en odio frenético. Y así, buscando un medio que la desembarazase del Conde, también trataba de entregarse a Almanzor. Éste, habiendo sabido la hermosura de la Condesa, le envió un mensaje en el cual le pedía que se uniese con él. Y viendo doña Sancha de qué manera sus deseos tenían vía abierta para cumplirse, planeó causar la muerte de Garci Fernández en la guerra. Entonces los caballeros, para estar más prontos al combate, dado lo agitado de los tiempos, tenían los caballos al lado de sus propias habitaciones y eran las mujeres quienes cuidaban de las cabalgaduras. Doña Sancha, cada noche, quitaba la cebada del pesebre y dejaba que el caballo comiese sólo salvado. Después, como era cerca de Nochebuena, aconsejó al Conde que diese licencia a su hueste para que celebrasen la fiesta en sus casas y la misma noche de Navidad envió un mensajero a Almanzor, que con un grupo de sus gentes atacó la tierra del Conde; éste echó mano de los contados caballeros que habían quedado junto a él y salieron al campo a combatir a los agresores. Mas en medio de la pelea, el caballo del Conde, debilitado, cayó, y Garci Fernández fue herido y hecho preso. Sus vencedores lo llevaron a Córdoba, en donde al cabo de poco tiempo murió. El lugar del combate fue Piedra Salada.
Mas todavía el propósito de doña Sancha no se había cumplido totalmente. Tenía el estorbo de su hijo, Sancho, y así planeó su muerte. Pensó utilizar un filtro para deshacerse de quien se oponía a su ambición. Mas una camarera vio cómo preparaba el veneno, y reveló el secreto a un escudero de quien era amante, y éste a su vez lo anunció al Conde.
Pocos días después, don Sancho regresaba de una expedición, y cuando se sentó a su mesa para descansar, la Condesa se aproximó con una copa, ofreciéndole de beber. Mas don Sancho, comprendiendo que le ofrecía el veneno, la obligó a que bebiera ella primero, y aunque doña Sancha se negó, hubo de hacerlo, cayendo fulminada en el momento en que sus labios se posaron en la copa. Don Sancho recompensó al escudero dándole el título de Monteros de Espinosa, y fundó un monasterio en memoria de su madre, pues, a pesar del castigo con que vengara su alevosía, sintió gran pena por haber tenido que ejecutar su muerte. Y ese monasterio es el de Oña, porque en Castilla decían «mi oña» por «mi dueña».
 

EL CONDE FERNAN GONZALES

- Leyenda española -
Muchas son las hazañas de Fernán González, el primer Conde independiente de Castilla. Gloriosa es su historia y ha quedado en la memoria de los castellanos. He aquí la leyenda del buen Conde:


Un monje anuncia a Fernán González sus glorias
Hallábase el conde Fernán González cerca de la villa de Lara. Mientras se juntaban sus mesnaderos, él empezó a cazar: de un espeso matorral salió disparado un feroz jabalí, que se internó en el apretado robledal que cubría el monte. Fernán González, deseoso de cobrar tan buena presa, espoleó a su caballo sin esperar a ser seguido por los monteros; el caballo, aguijado, se internó entre los robles corriendo tras el jabalí. La persecución fue enconada, y el Conde, sin advertirlo, se alejó de sus hombres; no pensaba sino en dar alcance al animal, que delante de él corría velozmente. Por fin llegó a una ermita apartada y desconocida, y el jabalí se metió por la puerta. El Conde quiso también alcanzarla, pero la espesura del monte era tal, que su caballo no podía avanzar. Entonces echó mano a la espada y saltando por encima de los matojos, se dirigió a la ermita, en donde entró resuelto. El jabalí, después que entró en la ermita, se había refugiado detrás de un altar. El Conde, lejos de herirle, se hincó de hinojos ante el mismo altar y empezó a rezar. En aquel momento salió de la sacristía un monje de venerable aspecto y avanzada edad, con los pies descalzos y apoyado en un nudoso y retorcido cayado. Se acercó al Conde y lo saludó, diciendo: «En paz vengas, Conde, la cacería te trajo hasta aquí, pero deja las monterías, que te aguarda el rey Almanzor, el terrible enemigo de cristianos. Dura batalla te aguarda, pues el moro trae muchos guerreros; mas en ella alcanzarás gran renombre. Y aun te digo que antes que empiece la lid tendrás una señal que te hará temblar la barba y aterrorizará a todos tus caballeros. Ahora vete, vete a luchar, que has de alcanzar la victoria. Después tomarás por esposa a una dama llamada Sancha, y grandes tribulaciones has de sufrir; por dos veces te atarán con grillos en profunda prisión. Mas tu gloria será grande, y si se cumple la que te anuncio y alcanzas poderío, acuérdate de esta humilde ermita perdida en el monte».
El Conde agradeció al monje sus palabras y salió de la ermita. Montó a caballo y galopó a través de la robleda hasta encontrar a los suyos, impacientes ya por la tardanza de su señor.


Batalla con Almanzor
Una vez que el conde Fernán González reparó sus fuerzas, ordenó a sus mesnadas y se dirigió al encuentro de Almanzor, que venía corriendo la tierra. Cuando dieron vista al ejército moro, se prepararon para el combate. El Conde contó los pendones que traía y vio que poca gente tenía en sus haces. En esto un caballero cristiano que se adelantó corriendo, pasó por delante del ejército de los fieles. Apenas hubo galopado una no muy larga distancia, la tierra se abrió y tragó al caballero; después se cerr6 y quedó todo como antes. Gran terror cundió por el ejército cristiano, pero Fernán González, que sabía que esa era la temerosa señal anunciada por el monje de la ermita, dijo a grandes voces a sus caballeros: «¡No temáis este agüero! Si la tierra no es capaz de soportarnos, ¿quién podrá con nosotros? ¡Adelante!». Y se lanzaron contra los moros, que ya galopaban también, prestos al encuentro.
El choque de los dos ejércitos fue terrible. Los cristianos, a pesar de ser tan pocos consiguieron resistir el primer embate de los moros, y pronto éstos empezaron a retroceder. El Conde, que había sido el que diera las primeras heridas, animaba a sus guerreros, y era el más valiente de todos. Al cabo de algunas horas los moros huyeron, dejando todo el botín en poder de la hueste del Conde. Gran victoria fue ésta para los cristianos y de ella regresaron llenos de gozo.
El Conde separó una parte del botín y fue a la ermita para entregársela al monje que le profetizara la victoria. Y le encargó que alzara una iglesia que luego llegó a ser el famoso Monasterio de San Pedro de Arlanza.


Victoria sobre Abderramán
El califa Abderramán recibía de los cristianos, como tributo, cada año, ciento ochenta doncellas de las más hermosas y nobles que tuvieran en España. Pero llegó una ocasión en que el rey don Ramiro de Castilla, don García de Navarra, y Fernán González, que era Conde tributario de Castilla, se negaron a pagar más el vergonzoso tributo. Y no sólo se negaron a ello, sino que dieron muerte a los mensajeros que envió el califa moro para reclamar lo acostumbrado.
Cuando esto llegó a oídos de Abderramán, se enfureció mucho y, con su ejército, se internó en el territorio de los castellanos, talando los campos y tomando cruel venganza en los habitantes de aquellas tierras: a los hombres descabezaba y a las mujeres arrancaba los pechos.
El rey don Ramiro, cuando recibió aviso de la proximidad del ejército moro, preparó a sus guerreros y esforzadamente salieron al encuentro del enemigo. Aunque le habían dicho que venía gran abundancia de fuerzas, no quiso creerlo, pero cuando vio, desde lo alto de un otero, llegar la enorme hueste mora, volvió basta Simancas y desde allí envió cartas a Fernán González y al rey García.
Acudieron los dos y vieron que ni aun con sus fuerzas juntas podían alcanzar la mitad de la que traían los moros. Éstos ya se acercaban a Simancas. El rey Ramiro dijo: «No tengo consejo alguno que pueda servirnos. Grande es la hueste de los moros y menguada la nuestra. Pero tenemos el valimiento del Señor Santiago que enterrado está en la tierra gallega, a cuyos habitantes trajo en tiempos a la cristiandad. Por él obra Nuestro Señor grandes milagros, y a el quiero encomendarnos prometiéndole darle mi reino si nos ayuda en este apuro». Fernán González y don García contestaron: «En nuestra tierra yace el cuerpo de un santo, San Millán, que también obra grandes milagros. A él nos entregamos y juramos darle tributo».
Al otro día por la mañana salieron de la fortaleza y dispusieron las haces para el combate. Antes de que comenzara, todos los cristianos se arrodillaron para rezar. Los moros, viendo a sus enemigos hincados en tierra de hinojos, creyeron que, atemorizados, se entregaban. Se lanzaron contra ellos, pero los fieles a Cristo montaron en sus corceles rápidamente y rechazaron a los enemigos. Gran furia fue la de los castellanos, leoneses y navarros. Y aún aumentó su valor cuando en medio del combate vieron aparecer dos desconocidos caballeros que, jinetes en hermosos corceles blancos, se pusieron al frente de la hueste cristiana y destrozaban a los moros, que creían que en vez de dos había dos mil jinetes sobre blancos caballos. Tras los caballeros avanzaban los cristianos, y desde Simancas hasta la misma Aza persiguieron a los moros, que huyeron vencidos.
Grande fue la alegría de los cristianos. Cuando buscaron entre ellos a los caballeros que tanto habían influido en la consecución de la victoria, no pudieron encontrarlos y juzgaron que eran los santos a quienes habían prometido pagar tributo si los ayudaban. Y desde entonces este tributo si fue pagado.


Fernán González da muerte al rey de Navarra
Gran querella había el buen conde Fernán González contra el rey de Navarra, al que llamaban Sancho Abarca. Envióle unos mensajeros que llevaban el encargo de protestar ante el Rey por las correrías que los navarros realizaban por tierras castellanas. Los mensajeros llegaron al Rey y le dijeron: «Señor, nos manda el conde Fernán González, que se halla muy quejoso de vos y de vuestras gentes, que le corren las tierras y le talan los campos y le roban los ganados. El Conde os pide que enmendéis esas querellas, pues si no, ha de venir él mismo a demandaros la enmienda en desafío». El Rey, indignado, contestó: «Decid a vuestro señor el conde Fernán González que mucho me espanta la osadía. Mal aconsejado está por haber vencido a morillos que poco valer han. Atrevido ha sido su mensaje y yo me cuidaré de ir a castigar a vuestro señor por que otra vez tenga cuidado con su palabra y frene su lengua».
Los mensajeros regresaron a Castilla y dieron cuenta cumplida a Fernán González de lo que había contestado el Rey. Al Conde le pesó mucho esa respuesta, pero convocó a sus hombres y se dispusieron a esperar a los navarros, que ya habían entrado en tierra castellana. En la era que llaman de Collandia esperaron para el combate. Llegaron los navarros y empezó la batalla muy enconada.
El Conde salió de la hueste y a grandes voces llamó a don Sancho. Éste le salió al encuentro y se hirieron con las lanzas y las espadas. El Rey cayó muerto y a su lado, Fernán González, muy mal herido. Los castellanos, que vieron el encuentro, corrieron a ayudar a su señor y lo encontraron en tierra con el rostro bañado en sangre. Creyeron que estaba muerto y lo pusieron encima de un caballo. Pero el Conde recobró el sentido y les dijo: «Mis caballeros, que ninguno de vosotros muestre temor: muerto es el rey Sancho, que yo lo maté. Lidiad y venced». Y los castellanos se lanzaron con tal ímpetu contra los navarros, que los dispersaron completamente, haciéndoles huir.
Fernán González mandó recoger el cuerpo del rey don Sancho y con grandes honores fue llevado hasta la primera villa de tierra navarra.


El conde Fernán González es librado por la Infanta de sus prisiones
El conde Fernán González estaba en prisión del rey de Navarra. Pasó por allí un Conde normando, el cual, al tener noticias de que un caballero de tanto pro como el Conde yacía en prisión, se dirigió a Castroviejo, lugar en donde estaba Fernán González. Sobornó al alcaide de la fortaleza y consiguió que le franquearan la entrada en el sitio donde estaba Fernán González. Habló durante largo rato con él, y cuando salió volvió a la corte del Rey y procuró hablar con doña Sancha, la Infanta. Cuando lo consiguió le habló de Fernán González y de que ella era la causa de que se perdiese un guerrero tan valeroso y de que los moros tuviesen oprimida a Castilla, y le reprochó el mal pago que daba al amor de Fernán González.
La Infanta se conmovió al oír las palabras del Conde normando y le dijo que si libraba a Fernán González, sería la esposa de éste.
El Conde normando volvió a Castroviejo acompañado de la Infanta. Mientras ésta se escondía en un bosque próximo, el buen normando logr6 engañar al alcaide y sacar a Fernán González, si bien no pudo quitar los grillos que oprimían los pies y las manos del noble castellano. Llegó a donde estaba la Infanta y se despidió de ella y de Fernán González pues tenía que seguir un camino distinto al que conducía a Castilla.
Se pusieron, pues, en marcha Fernán González y la Infanta. Pero en el camino encontraron a un mal Arcipreste, el cual, seducido por la belleza de doña Sancha, exigió de ésta satisficiera sus deseos, amenazando con entregarlos al Rey si no aceptaban. El Conde, haciendo grandes esfuerzos para librarse de las cadenas, amenazó al Arcipreste, pero vanas eran sus amenazas, pues nada podía hacer. La Infanta dijo al Conde: «Señor, importa más nuestra salvación que nada. Esta afrenta permanecerá oculta» El Arcipreste decía: «Presto habéis de concederme lo que pido, o vuestra muerte será segura. No muy lejos de aquí vienen los soldados del Rey y si les digo el camino que llevas, os alcanzarán enseguida». Entonces la Infanta le dijo que se entregaba El Arcipreste la apartó, y, al abrazarla, la Infanta gritó aterrorizada; el Conde a duras penas vino y pudo quitarle un cuchillo al Arcipreste, con el que le dio muerte.
Caminaron durante todo el día. Al bajar el camino sobre un río, vieron que por el puente cruzaba gran número de caballeros. La Infanta dijo al Conde: «¡Señor, somos perdidos! He ahí gentes de armas que vienen a prendernos». Pero el Conde, reconociendo a sus hombres, exclamó alegremente: «No paséis cuidado, señora, que no son enemigos, sino vasallos míos los que vienen a socorrernos». Llegaron los castellanos y con gran alegría rindieron homenaje a su señor y a la Infanta.


El azor y el caballo
El rey de León envió un mensaje a Fernán González para que acudiera a las Cortes. El Conde acudió, aunque de muy mala gana, pues le era cosa fuerte besar la mano al Rey leonés.
Cuando llegó Fernán González, el Rey salió a recibirle y a honrarle. Llevaba el Conde un hermoso azor en la mano y montaba un caballo maravilloso que había ganado al rey Almanzor. El Rey dijo: «Buen caballo montáis, Conde, y vuestro azor es envidiable. Quiero compraros uno y otro». El Conde dijo: «No ha de pagar el señor cosa que posee el vasallo. Vuestros son». El Rey no quiso tomarlos sin paga, y entonces Fernán González puso precio, pero diciendo que por cada día que pasara había de doblarse el precio. El Rey aceptó.
Pasaron siete años, y el Rey mandó cartas a Fernán González para que de nuevo acudiera a Cortes. En ellas le amenazaba, si no acudía a su mandato, con que habría de dejar el condado y marchar de aquellas tierras. El Conde, ante este mensaje, fue a León, en donde ya estaba don Sancho. El Conde se arrodilló a los pies de don Sancho y le pidió las manos para besárselas. Mas el Rey se las negó, llamándole infiel y traidor, pues hacía dos años que lo llamaba y él no acudía. Y le reprochó, además, que se había alzado con el condado y no pagaba los tributos debidos.
Después que el Rey hubo dicho estas palabras, el Conde se puso en pie y le dijo: «Señor, hace siete años que vine a vuestras Cortes y no cobré honra, sino deshonra. Si me he alzado con el condado, es porque no recibo la paga de la venta que os hice del caballo y el azor. Echad cuentas de lo que me debéis y yo os pagaré la diferencia». Entonces el Rey se enojó mucho con el Conde y le contestó. «Lenguaraz eres, Conde, mas he de callar tu insolencia». Y mandó que lo metieran en prisiones.
Cuando la Condesa supo la prisión de su marido, se puso en camino acompañada de trescientos hijosdalgo castellanos, a los cuales dejó atrás llegando ella sola a pedirle al Rey que le permitiera visitar a su marido. El Rey lo permitió y llevaron a la Condesa a la torre en donde estaba el Conde. Éste tuvo una gran alegría cuando vio a la Condesa. Ella le dijo prestamente: «Levantaos, señor y trocad las ropas conmigo». El Conde lo hizo así y salió disfrazado con las vestiduras de la Condesa, sin que el engaño fuera advertido por los soldados que guardaban al preso. Al día siguiente, y el Conde ya en seguridad en sus tierras, las dueñas que habían acompañado a la Condesa se presentaron, y al preguntárseles que deseaban, contestaron que recoger a su señora. Abrieron la celda y con gran sorpresa vieron que quien la ocupaba era la esposa de Fernán González. El Rey se asombró mucho de lo sucedido y dejó libre a la Condesa, mandándola escoltada hasta encontrar a su marido.
El Conde mandó decir al Rey que le pagase el azor y el caballo o lo cobraría por la fuerza. El Rey echo cuentas y vio que la cantidad necesaria para pagar la deuda era superior a lo que podría reunir y no tuvo más remedio sino perdonar al Conde el tributo que habría de darle.
Y así fue como Fernán González consiguió la independencia del Condado de Castilla.

EL ULTIMO REY GODO (DON RODRIGO)

- Leyenda española -
Estaba mediada la primavera, habían llegado los grandes calores y el jardín del palacio del rey Rodrigo estallaba de verdor. Desde una ventana contemplaba Rodrigo la dulce alegría de las plantas y la claridad de un estanque, que bajo un espesor de arrayanes y jazmines espejeaba al sol. De pronto, una alegre algarabía de voces frescas le llamó la atención. Por uno de los senderos de la huerta, entre pensiles de espadañas y lirios, venían unas doncellas. Llegaron al estanque, dejaron caer sus vestiduras y los cuerpos bellísimos resplandecían llenos de gracia y de luz. Pero era la Cava, doncella hija del conde don Julián, la que atraía sobre todo, la mirada de Rodrigo que, suspenso, la contemplaba. Salió el Rey por una puertecilla al jardín, se aproximó al estanque y entre unas hiedras y bojes se ocultó para ver más a su sabor. Salió la Cava del agua y sacudiéndose las gotas, gritó a las compañeras para que vinieran con ella a reposar. El Rey sentía estremecerse su cuerpo como abrasado por un loco deseo. Y de esta suerte, enamorado perdidamente de aquella belleza henchida de dulces promesas, regresó a sus estancias.
Vanamente trató de dominar su anhelo. Y así, como encontrase después de lo contado a la Cava, le declaró su amor: «Desde que os he visto no vivo ni duermo pensando en vos. Dad remedio a mi mal y pensad que la voluntad del Rey ha de cumplirse siempre». Mas ella, burlando discretamente, rechazaba las amorosas razones de Rodrigo y procuraba acortar las entrevistas. Estos fracasos aumentaban la tristeza de don Rodrigo, cuyo ánimo estaba preocupado por algo que le sucediera poco tiempo antes de haber conocido a la Cava.
Había, en efecto, tenido gran osadía al romper una secular prohibición.
En Toledo existía un palacio encantado, del cual se dijo siempre que era la Cueva de Hércules. Rechazando los consejos de sus íntimos, el Rey entró en tal lugar. Allí vio unos extraños y bellos tapices que tenían figuras de gente con trajes extraños, amplias vestiduras y lienzos enrollados en la cabeza. Eran figuras de árabes, bien los conoció don Rodrigo. Su ánimo había estado admirado, mas pronto la admiración se convirtió en tristeza cuando leyó una inscripción en la cual se decía que cuando alguien hubiese penetrado en aquella estancia, España sería entregada al pueblo al que pertenecían aquellas gentes, así representadas en los tapices.
Tal era la congoja que atormentaba a Rodrigo. Y a ella se unía el deseo de poseer a la Cava. Al fin, una tarde bochornosa, estando tendido en su lecho, envió a buscar a la linda muchacha. Esta llegó confiada en que el Rey no pasaría más allá de las ocasiones anteriores. Mas, ¡ay, que se equivocó! Y cuando, pasada una hora, salió la Cava de la estancia real, su semblante había perdido aquella dulzura pueril que encantaba a la gente, sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, su voz ronca por los reproches que hiciera al Rey, por los gemidos que exhalara. Todo había sido inútil y su pureza se tronchó por la fuerza del loco deseo de don Rodrigo. ¿De quién fue la culpa? ¿De ella, que no evitó antes la mala ocasión, o de la voluntad malévola del Rey?
La Cava perdió su belleza. En su cámara lloraba y maldecía a quien tan duramente le quitara la flor de su juventud. Y llena de rencor, escribió cartas a su padre, el conde don Julián, que en Ceuta era gobernador de los godos, a fin de que vengase la ofensa que se le había hecho. Grandes fueron el dolor y la ira de don Julián al recibir las cartas de su hija; mas su venganza fue mala y traicionera, porque tramó la destrucción de España. ¡Ay España, tierra hermosa, la más ufana de todas! ¡España de los valles y los trigales, rica en veneros y filones, henchida de óleo dulce y suave, deleitosa de frutales, bien guarnecida de castillos, alegrada por el azafrán, ardiente de proezas! ¡Por un traidor serás destruida! El conde don Julián escribió cartas al Rey moro diciéndole que si quería le entregaría España. Y en España había también traidores como don Opas, que odiaba a Rodrigo. Y así, de aquella fatal ocasión en que la Cava lucía su cuerpo, ¡maldito sea!, al aire cálido de la tarde, vino la ruina de España.
Dormía una noche don Rodrigo; a su lado, la Cava. Contrarios eran los vientos y en un cielo profundamente oscuro brillaba la luna con triste resplandor. Soñó el rey Rodrigo que dormía en una tienda de hermosos lienzos, sostenidos por trescientas cuerdas de plata. Dentro, sentadas en el suelo, habla cien doncellas: cincuenta tañían, cincuenta cantaban. Sus voces e instrumentos de extraño son eran; el tono profundo, triste, como si un aire de callados lamentos viniera de todos los campos de España. Y una doncella llamada Fortuna habló así: «Despierta si duermes, rey Rodrigo. ¡Malos hados se ciernen sobre ti! ¡Ay, que veo muchedumbre de gentes extrañas que caen como bandadas de cuervos sobre los campos de tu nación! ¡Ay, que avanzan sus escuadrones destrozando a tus gentes, matando a tus caballeros! ¡Despierta y ponte en guardia! ¡Es el conde don Julián, por venganza de la deshonra que sobre su hija has echado, quien ha abierto las fronteras!». Despertó lleno de congoja el rey Rodrigo y de pronto llegaron mensajeros que le comunicaron que los enemigos estaban cerca. Montó don Rodrigo a caballo y salió a combatir.
Junto al río Guadalete fue la batalla. Como las olas del mar chocan contra las aguas del río en que en él desembocan, así chocaban los miles de árabes contra los godos. Don Rodrigo, con la armadura abollada y la espada casi partida, subió a un cerro y vio con dolor cómo apenas le quedaban guerreros: sus banderas, rotas, desgarradas, tendidas por tierra. Y llorando amargamente, exclamó: «¡Ayer era rey de España, hoy no lo soy de una villa!» Y cuando la noche hubo llegado, el desdichado Rey huyó sin saber a dónde.
Huyendo de su desdicha, vagaba el Rey por campos y montañas. No quería entrar en villas ni ciudades, no quería la sombra del encinar, ni el descanso junto al río. Pasó entre trigales agostados, entre aradas secas, sobre prados sin rebaños; pasó entre roquedales y llegó a las montañas más espesas, cerca de Viseo. Allí encontró a un humilde pastor, a quien preguntó si habría cerca algún monasterio en donde reposar. «No hay ni monasterio ni convento, contestó el pastor; tan sólo una ermita cuidada por un santo varón. Está en lo alto de ese cerro». Y hacia allí dirigió su cansado caballo el pobre peregrino. El pastor, compadecido al ver su extremo estado de necesidad, le dio un poco de cecina y un trozo de pan duro, que don Rodrigo comió llorando: recordaba los tiempos en que gozaba de buenos manjares.
Llegó al fin a la ermita y se prosternó ante el ermitaño, que contaba más de un siglo de edad. Hizo confesión de sus culpas, y el santo hombre, espantado, no se atrevió a absolverle. Pero de los cielos bajó una voz que dijo: «Da la absolución a ese penitente, mas en su misma sepultura». Entonces el ermitaño condujo a don Rodrigo a una sepultura honda que habla allí cerca; dentro de ella se hallaba una espantable sierpe de tres cabezas. El ermitaño metió al Rey en la sepultura y la cerró. Cada día después le preguntaba: «¿Cómo te va, penitente». Y el Rey contestaba entre terribles dolores: «Ya me come por donde más pecado había». Al fin murió don Rodrigo, y en el mismo instante que expiró se oyó una alegre sinfonía de campanas celestiales mientras las de la ermita tañían también solas. Y el ermitaño comprendió que Dios había perdonado al último rey godo, y que el alma del desdichado don Rodrigo subía a los cielos.
 

EL JINETE MALDITO

En el más alto acantilado de la costa cántabra, cerca de Santoña, hay un castillo en ruinas. Cuenta la leyenda que habitaba este castillo, en tiempos remotos, don Rodrigo de los Vélez, esforzado campeón de la Santa Cruz, cuyas mesnadas habían combatido y vencido en diversas ocasiones a los más bravos emires.
Este caballero casó en segundas nupcias con una joven y bella dama, llamada doña Dulce de Saldaña, y en su castillo tenía a un prohijado suyo, don Íñigo Fernán Núñez, hijo de un lejano deudo del caballero. Los parientes, deudos y amigos de don Rodrigo de los Vélez habían advertido varias veces al caballero que no era cristiano ni prudente cobijar bajo el mismo techo a dos personas de distinto sexo y de la misma edad; pero él fiaba en que la gratitud de Íñigo sería la salvaguardia de su propio honor.
Un día, el rey de Castilla envió a un propio en busca de don Rodrigo de los Vélez, ordenándole que reuniera de nuevo su mesnada y se fuera a combatir a los moros. Cumplió el caballero esta orden, dejando a su esposa doña Dulce y a su prohijado don Íñigo en el castillo de Santoña.
Un año después llegó al castillo la noticia de que la mesnada de don Rodrigo había sido vencida por los sarracenos, y el caballero, hecho prisionero.
Doña Dulce, al recibir estas tristes nuevas, cayó en un estado de inconsciencia que la dejó indefensa contra la maldad y el egoísmo de don Íñigo, quien se apoderó del castillo, arrogándose el señorío de la fortaleza y sus tierras.
No contento con haber despojado a su dueña y señora de todas sus riquezas, se enamoró de ella y pretendió hacerla suya.
Una noche, penetró en su camarín y la encontró rezando ante la imagen de San Rafael. Por una rara coincidencia, doña Dulce se hallaba en uno de sus pocos momentos de lucidez.
Al comprender lo que don Íñigo esperaba de ella, la dama huyó del camarín y subió a lo alto de la torre del homenaje. Hasta allí siguióla Fernán Núñez, que forcejeando, quiso llevarla al interior de la fortaleza. La dama, prefiriendo la muerte al deshonor, desenvainó la daga que pendía del cinto de Íñigo y la hundió en su propio pecho. Éste, despavorido, quiso huir del terrible espectáculo, dando unos pasos hacia atrás. El huracán silbó entonces con más fuerza, y el traidor se precipitó al abismo, sumergiéndose en lo profundo del mar. En el momento de caer se oyó la voz de la moribunda que le maldecía y le condenaba a "existencia eterna".
Desde entonces, y en las noches en que el huracán silba a través del acantilado, y en medio de las ruinas del castillo, se ve a don Íñigo que, montado en un gigantesco delfín, surca el mar embravecido en una carrera desenfrenada.
 

LA LEYENDA DEL CONEJO EN LA LUNA

Si miramos al cielo en una noche despejada y con una buena visibilidad nocturna, observando atentamente a nuestro astro natural, podremos visualizar, ayudándonos con nuestra imaginación, la imagen de un conejo saltando en él. Una vieja leyenda maya intenta explicar el por qué de esta figura: es la Leyenda del Conejo en la Luna o la del Conejo Lunar.




Esta leyenda cuenta que un día el gran dios maya Quetzalcóatl decidió salir a dar una vuelta por la tierra disfrazado en forma humana. Tras caminar mucho y durante todo el día, a la caída del sol sintió hambre y cansancio, pero sin embargo no se detuvo. Cayó la noche, salieron a brillar las estrellas y se asomó la luna en el horizonte, y ese fue el momento en que el gran Dios decidió tomar asiento a la vera del camino para descansar.

En ello estaba cuando observó que se le acercaba un conejo, que había ido a cenar. Quetzalcóatl le preguntó qué estaba comiendo, y el conejo le respondió que comíazacate, y humildemente le ofreció un poco. Sin embargo, la deidad contestó que él no comía aquello, y que probablemente su fin fuera morir de hambre y de sed. Horrorizado ante tal posibilidad, el conejo se le acercó aún más y le dijo que, por más que él sólo fuera una nimia y pequeña criatura, bien podría servir para satisfacer las necesidades del Dios, y se auto ofreció para ser su alimento.





El corazón de Quetzalcóatl se ensanchó de gozo, y acarició amorosamente a la pequeña criatura. Tomándolo entre sus manos, le dijo que no importaba cuán pequeño fuese, a partir de aquél día todos lo recordarían por aquella acción de ofrecer desinteresadamente su vida para salvar otra. Luego lo levantó alto, tan alto, que la figura del conejo quedó estampada sobre la superficie lunar. Luego volvió a bajarlo cuidadosamente y le mostró aquella imagen suya, retratada para siempre en luz y plata, que quedaría allí por todos los tiempos y para todos los hombres.




Esta leyenda también tiene su versión japonesa, donde el conejo recibe el nombre deTsuki no Usagi. Según esta versión, apareció un día en un poblado de Japón un viejo que al parecer estaba pasando muchas necesidades, y le pidió ayuda y alimento a tres animales: un mono, que subió a un árbol y le bajó algunas frutas; un zorro, que cazó para él un ave; y una liebre, que no pudo más que regresar sin nada.




Cuando vio el sufrimiento del pobre hombre, sintió mucha pena y culpa; por lo que encendió una hoguera y se introdujo en ella como sacrificio. Al ver esto, el viejo descubrió su verdadera identidad, ya que era un poderoso dios. Apenado por el fin del animalillo, quiso inmortalizar su sacrificio dejando para siempre su estampa en la luna.




Esta versión suele contársele a los niños japoneses, explicándoles luego que los conejos hoy saltan en la tierra intentando alcanzar a su héroe en la luna.

historia de un gato (mito o cierto)

el gato

En casa de una familia había muerto un gato Romano.
Nadie quería darle sepultura y los integrantes de la familia decidieron echarlo al techo.

Pero en la noche, cuando todos dormían, escucharon una orquesta en el techo. Impulsados por la curiosidad se levantaron a esa hora y salieron a ver lo que ocurría y vieron que en el techo había muchos gatos que tocaban sus instrumentos alrededor del gato muerto.

Éste empezó a revivir, moviendo primero la cola, luego alzó la cabeza y por último se levantó y se fue
siguiendo el son de la música.

Y todos los vecinos de esa casa dicen que esos gatos eran diablo

El mendocino discípulo de Einstein que inventó la bomba A

La aceleración de partículas, los rayos cósmicos, el láser y la fusión fría fueron algunas de sus múltiples investigaciones. Estudió con los grandes físicos del siglo XX. Un asteroide lleva su nombre y pocos mendocinos lo conocen.


dijo:

Enrique Gaviola junto al telescopio pone en funcionamiento la Estación Astrofísica de Bosque Alegre, Córdoba, en 1942.


dijo:

El epistemólogo Juan Manuel Torres.


Los mendocinos tenemos la desagradable costumbre de pensar “si vive al lado de mi casa no puede ser un genio”, “pero si lo conozco de toda la vida, no es un talentoso”, “si fue compañero mío de la escuela, ¡qué va a ser inteligente!”

Ideas como estas muestran nuestro lado oscuro, el miserable, y sólo cuando nuestros “vecinos” triunfan en el exterior, empezamos a cambiar la mirada y a concebir que sí, que es posible que ese flaquito de enfrente sea hoy el admirado Quino, Julio Le Parc o Carlos Alonso, o que la lindita de la cuadra se transforme en la celebrada Liliana Bodoc, Verónica Cangemi o Fabiana Bravo, por mencionar sólo un puñado de nombres.

En el caso de los científicos este recorrido es mucho más arduo porque no hay espectáculo que medie entre su “obra” y la gente, y porque no aspiran al aplauso sino a investigar, día tras día y año tras año, en sus laboratorios y gabinetes sin otra esperanza que demostrar una teoría que devenga en conocimiento.

Esa fue la historia del astrofísico Guido Ramón Enrique Gaviola (foto), un mendocino brillante quien, a pesar de ser uno de los científicos más importantes de la historia argentina, pocos conocen y recuerdan en nuestra provincia.


Enrique Gaviola nació en Rivadavia, Mendoza el 31 de agosto de 1900 y murió -olvidado- en nuestra ciudad el 7 de agosto de 1989. Fue el primer astrofísico argentino y un maestro de integridad. "Científico extraordinario, excepcional docente y un importante visionario político científico" son las calificaciones que intentan retratarlo en un manojo de biografías.

Sus trabajos sobre la aceleración de partículas, sobre emisión atómica estimulada –origen del actual láser-, la creación de un sistema especial para el recubrimiento de la superficie de los espejos de los grandes telescopios, el diseño del primer espectrógrafo estelar del mundo construido íntegramente con espejos, sus teorías respecto del tema de cascadas de los rayos cósmicos, la instalación en Argentina de la primera estación del Hemisferio Sur para el seguimiento de satélites espaciales y el diseño de la Bomba A, son apenas algunos de sus aportes a la ciencia.

Hoy, sólo dos objetos, una escuela, una plaza y un paseo llevan su nombre: el asteroide 2504 descubierto en Córdoba en 1967, el fluorómetro que él diseño; la escuela Nro. 3-406 de la calle Chile 1782 de Ciudad (desde agosto de 2008), la plazoleta del Instituto Balseiro y una de las instalaciones del Observatorio de Rayos Cósmicos Pierre Auger.

El discípulo de Einstein

Llegó al Instituto de Física de La Plata, institución cumbre de la época de esa disciplina en nuestro país, en 1917. Allí, lo tomó bajo su tutela Ricardo Gans, científico alemán especializado en magnetismo quien lo impulsó a estudiar en la Universidad de Göttingen, Alemania, adonde arribó en 1922, y luego en Berlín.
dijo:

El diploma de Gaviola que lo acredita como astrofísico por la Universidad de Berlín.


Fue el primer peldaño de una carrera que lo llevó a estudiar con la élite que transitaba por altos niveles teóricos en procura de postulados que luego alumbraron la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, No por azar fue alumno de los científicos más encumbrados de la época -y del siglo-, como James Frank, Max Born, Max Plank, Max von Laue, Albert Einstein y Walter Nernst.

Su trabajo de Proseminar fue dirigido por Von Laue y la mesa examinadora estuvo integrada por Lise Meitner, Albert Einstein y Peter Pringsheim. Su tesis de graduación, dirigida por Max von Laue y Walter Nernst, obtuvo la calificación de sobresaliente magna cum laude y en 1926 fue la ceremonia de graduación como Philosophiae Doctoris et Artium Liberalium Magistri, de la Friedrich Wilhelms Universität de Berlín”, precisa el investigador Omar Bernaola en su libro Enrique Gaviola y el Observatorio Astronómico de Córdoba, su impacto en el desarrollo de la ciencia argentina, de 2001.


Al terminar sus estudios y por sugerencia de Einstein, se postuló para una beca que le permitiría trabajar en Baltimore, Estados Unidos, junto al físico Robert W. Wood. “Resultó primero en el orden de mérito, pero la beca le fue denegada porque no estaba prevista su adjudicación a alguien que no fuese norteamericano o europeo. La situación provocó el enojo de Einstein, quien le reclamó por escrito al representante de la Rockefeller: fue el primer caso en ser otorgada a alguien proveniente del Hemisferio Sur”, relata Bernaola, discípulo de Gaviola.
dijo:

La carta de Einstein en la que reclama la beca ganada por el mendocino.


Posteriormente desarrolló su actividad en Estados Unidos, primero en la John Hopkins y luego en Carnegie Institution. En esa universidad fue asistente en el Departamento de Magnetismo Terrestre y trabajó junto a Larry Hafstad y Merle Tuve en técnicas de vacío y alta tensión.

“En una época tan temprana para la tecnología de aceleradores de partículas, lograron obtener nada menos que cinco millones de voltios. El aparato que construyeron es considerado como el primer antecedente realmente importante de un acelerador de partículas y permitió abrir el campo experimental a la Física Nuclear”, apostilla su discípulo.

Una foto, en la que aparece junto a Merle Tuve el 11 de noviembre de 1928, trabajando en ese experimento, está expuesta en el museo de Ciencia y Tecnología de la Smithsonian Institution en Washington D.C.

Enrique Gaviola convivió con los grandes nombres de la física internacional, participó en la intrépida empresa de investigar senderos del conocimiento no transitados y trabajó denodadamente en los laboratorios que lo aceptaron.

“En 1928 Gaviola publicó una serie de estudios, entre los cuales destaca el que constituyó el primer trabajo experimental sobre emisión atómica estimulada, origen del actual láser, y otro que contribuyó al nacimiento de dos nuevas áreas científicas: la espectrometría fluorescente en bioquímica y el estudio de la hidrodinámica de las proteínas. El fluorómetro que diseñó y construyó para realizarlo hoy es conocido bajo su nombre”, detalla Bernaola.

En 1930 regresó a Argentina para trabajar en la Universidad de Buenos Aires, donde revolucionó los métodos de estudio y dio gran impulso a los trabajos experimentales.
dijo:

Dos fotos del mismo hallazgo: Gaviola, en 1928, junto al primer acelerador de partículas que permitió abrir el campo experimental a la Física Nuclear. (Foto: historiadelaastronomía.files.wordpress.com)


La bomba A

Fue profesor en varias universidades, como la de Buenos Aires, donde dirigió la Cátedra de Físico-Química en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales entre 1930 y 1936. Dirigió el Observatorio Astronómico de Córdoba de 1940 a 1947 y de 1956 a 1957.

Debido a su iniciativa, durante el primer período se crearía la Asociación Física Argentina y durante el segundo el Instituto de Matemática Astronomía y Física. Bajo su dirección, el Observatorio de Córdoba se transformó en un centro científico de primer orden, con astrónomos y físicos que tenían una dedicación exclusiva a la investigación, un excelente taller de óptica, cursos académicos de calidad, entre otras actividades. Entre sus discípulos se cuentan Mario Bunge, Ernesto Sabato y José Balseiro.

Posteriormente desarrollaría diversas tareas, la última de ellas como docente en el Instituto de Física de Bariloche y en la Comisión Nacional de Energía Atómica. Tanto en la génesis de estas instituciones como en las de CONICET y SECYT, la acción de Gaviola resultó también fundamental.

“En la séptima reunión de la Asociación Física Argentina, realizada en La Plata en abril de 1946, Enrique Gaviola presentó un trabajo titulado Empleo de la energía atómica (nuclear) para fines industriales y militares. El análisis es notable, así como también lo es el hecho de que sea tan poco conocido en la Argentina: concluye con una descripción, sorprendentemente detallada para el momento en que es escrito, del posible diseño de una bomba atómica. ¡Nada más ni nada menos! Sobre todo que con los conocimientos de hoy se puede apreciar que el análisis, hecho a tientas, es correcto. Esta era una medida de la capacidad existente entonces en la Argentina en materia atómica”, escribe el investigador Sergio Cerón en su libro La Argentina potencia: una estrategia posible, de 2004.

Gaviola fue un visionario de teorías importantes, “un inspirado”, pero no tuvo las posibilidades materiales de llevar adelante sus teorías y muchas ellas quedaron en el plano teórico hasta que años después fueron demostradas y aplicadas. Era un hombre múltiple. Tenía una formación muy sólida y eso le permitió incursionar en la ciencia y en la tecnología. Se destacó no sólo como científico teórico sino en la ciencia aplicada de alto nivel.


Gaviola, Richter y la central atómica de Perón

En marzo de 1951, ante una selecta concurrencia de funcionarios y periodistas, Juan Domingo Perón hizo un anuncio que recorrería rápidamente todo el mundo: "El 16 de febrero de 1951, en la planta piloto de energía atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”, cita Sergio Cerón en su trabajo.
dijo:

Gaviola junto al científico que puso a punto el lente del observatorio de Cordoba.


Y amplía: “El entonces presidente argentino informaba el desarrollo de un proceso original para producir energía atómica mediante una reacción de fusión nuclear, que no partía del uso del uranio, era no contaminante y barata. Parecía abrirse la puerta a la utopía de una fuente inagotable de energía que reemplazaría para siempre a los combustibles de origen fósil. La estructura de poder económico, político y militar del mundo, de confirmarse el anuncio, se vería sacudida en sus entrañas”.

Perón presentó a la concurrencia al profesor Ronald Richter, de 42 años, austríaco, nacionalizado argentino, director de los ensayos, quien confirmó las aseveraciones de Perón: "Yo controlo la explosión, la hago aumentar o disminuir a mi deseo. Cuando explota una bomba atómica sin control hay una destrucción espantosa. Yo he conseguido controlar la explosión para que la misma se produzca en forma lenta y gradual".

En otra respuesta afirmaba: "Usted se sorprendería mucho si supiera cuál es el material que se usa; pero como otros tienen supersecretos, nosotros también los tenemos. Tenemos que conservar los secretos de nuestros amigos para que ellos conserven los nuestros. No mantenemos el secreto por razones armamentistas, sino simplemente por razones económicas e industriales, puesto que además del espionaje para la guerra existe el espionaje económico, y la Argentina deberá proteger el secreto".

Este fue el comienzo de lo que pronto se llamaría el caso Richter porque cuando se hizo el anuncio las reacciones de fusión controladas no eran posibles. Entre el escepticismo primero y la ironía más tarde, el mendocino Enrique Gaviola ayudó a desenmascarar al científico austríaco.

“Richter contactó con Perón y fue contratado por su gobierno para producir una bomba atómica”, resume Torres. “Pero al pasar los años y no obtener resultados se nombró una comisión de científicos notables quienes comprobaron que no se habían realizado las cosas prometidas. Al parecer Richter no era un farsante total, sino que había prometido más de lo que podría hacer. En todo el mundo se decía que en la Isla Huemul, en el Lago Nahuel Huapi, se estaba construyendo una bomba atómica”, explica el epistemólogo Juan Manuel Torres.

El especialista relata que “después se descubrió el bluff, ya que no se había hecho lo que se esperaba de Richter y de su grupo a pesar de la construcción de instalaciones y del gasto de enormes sumas de dinero. Eso enturbió todo el plan de la energía atómica en Argentina. Gaviola fue uno de los científicos que puso al tanto al gobierno de que lo se estaba haciendo en la Isla Huemul no era correcto; él fue uno de los que denunciaron a Richter ya que se había sobreestimado lo que éste podía realmente concretar. Todo pasó luego al olvido”.

Sin embargo, a pesar de esto, “Gaviola logró interesar a las autoridades acerca del uso de la energía nuclear como fuente de energía y como herramienta básica en la investigación médica en un momento en que muy pocos sabían de energía nuclear y menos de la tecnología necesaria. Por eso, él es uno de los precursores de la CNEA. El llamó la atención sobre esto y en ese sentido, José Balseiro, uno de sus discípulos, terminó de convencer al país sobre la importancia de su desarrollo. Hoy Argentina cuenta con un grupo de científicos muy bien formados y es de los pocos países que tiene energía nuclear”, subraya Torres, profesor de la UTN y la UNCuyo.


El tío excéntrico

El astrofísico Guido Ramón Enrique Gaviola tiene descendientes en Mendoza. El apellido González Gaviola es familiar para los mendocinos tanto en el ámbito académico como en el político. Así, la investigadora Graciela González Gaviola de Díaz Araujo no oculta su alegría al contarnos, desde una perspectiva familiar e íntima, cómo era el científico.
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El astrofísico hacia el final de su vida en una foto familiar.


“Era mi tío abuelo y tenía una familia con muchísimos hermanos, en Rivadavia. Su padre se llamaba Modesto Gaviola y era un hombre atípico para la época. A Enrique, al que le decíamos el tío Negro, lo apoyó para estudiar física en la Universidad de La Plata, y a una de las hijas para que estudiara abogacía; ella fue la primera abogada mendocina”, relata la especialista en dramaturgia argentina.

González Gaviola continúa: “En Alemania se casó con una mujer alemana y tuvo una hija, Miriam Gaviola de Aguiar, pero el matrimonio no funcionó. Cuando volvió a Argentina y estuvo en Córdoba, conoció a Helena Tartaiet, a quien nosotros le decíamos Helenita y se casó con ella. Era hermana de una físico amigo suyo, no tuvieron hijos y permanecieron juntos hasta el día de su muerte. El era un hombre alto, muy delgado, sumamente callado. Ella era una mujer exquisita”.

“Cuando dejó Córdoba se fueron a vivir cerca del Instituto Balseiro donde estuvieron muchísimos años. Volvieron a Mendoza cuatro años antes del fallecimiento de él, que ocurrió en 1989”, cuenta la sobrina nieta.

La investigadora señala que “mientras estuvo en el Balseiro plantó todos los días un árbol, por eso al paseo y a la plazoleta le han puesto su nombre. Lo recuerdo como un hombre excéntrico, cultísimo, que manejaba un auto viejo que se llamaba Baturé, que hacía dulce casero y que cuando se quedaba sin trabajo por las peleas que tenía con los políticos salía en camioneta a vender huevos por las casas”.

“Sobre su final estaba muy encorvado y se instalaba en un banco de la plaza España con un gorro con un pompón, a pensar, decía. Nunca perdió la lucidez. Era un agnóstico severo y una vez me lo encontré saliendo de jesuitas; cuando le pregunté qué hacía, me dijo: `Uno tiene que saber de todo´”, evoca la sobrina.

La docente destaca que “cuando murió lo único que tenía era un departamento en la ciudad y un terreno en Bariloche. Renunció a todos los cargos, a todos los honores. El único honor que aceptó fue el Doctorado Honoris Causa que le dio la UNCuyo en la época de Zuleta”.

“Sé que salvó a muchos científicos alemanes, no sé cómo lo hizo, tanto como para que dentro de la comunidad científica lo llamaran el Schindler de los científicos”, se emociona González Gaviola, quien donó los libros de la biblioteca de su tío abuelo a la UTN.

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Escenas de la inauguración de la Estación Astrofísica de Córdoba, el 5 de julio de 1942. (Foto: historiadelaastronomía.files.wordpress.com)


El perfecto antihéroe

“Gaviola es una de esas personas cuyo nombre deberían llevar calles importantes no sólo de Mendoza, sino de muchas ciudades argentinas. Fue una persona que ayudó al desarrollo de la ciencia nacional y la puso muy arriba en los años ´40 cuando prácticamente en América Latina no existía investigación científica de calidad y sobre todo innovación en ciencia. El tuvo la suerte y el mérito de estudiar en Alemania y doctorarse allí en un momento clave de la historia de la física, que estaba teniendo lugar justamente en Alemania”, destaca el investigador Juan Manuel Torres.

Para el doctor en Epistemología, “el haber tenido como profesores, el que hayan sido sus referentes Albert Einstein, Max Brod y Max Plank, tres de los más grandes científicos del siglo XX, es trascendente. El haber estudiado con ellos, el haber asistido a sus clases, cuando uno está en presencia de esa calidad de gente y de la gente que los rodeaba a ellos, uno queda marcado para siempre. Y Gaviola sumó a ese mérito, el haber logrado una tesis doctoral de excelencia en el momento de más excelencia de ese lugar”.

“Lo interesante es el contexto en que él enseña sus teorías. El vuelve a la Argentina en un momento en que acá muy pocos tenían conocimientos para entenderlo. El trajo su vasta información, sus conocimientos que eran revolucionarios y novísimos, en los años ´30”, argumenta.

Torres, profesor investigador en universidades de Francia, Estados Unidos, Francia y Portugal, reflexiona: “El haber vuelto a Argentina y haber impulsado los estudios de física y astrofísica que prácticamente no existían lo hacen un hombre excepcional. Gaviola llevó adelante institucionalmente la ciencia en nuestro país. El haber creado la Asociación de Física Argentina, el famoso Instituto de Matemáticas, Astronomía y Física, el haber dejado discípulos como José Balseiro -que impulsó a su vez la creación de instituciones como la CONEA (Comisión Nacional de Energía Atómica) y que puso a la Argentina en los años ´60 en posesión de centrales nucleares para la producción de energía- es un mérito de una dimensión enorme. Acá hay que mencionar también al almirante Castro Madero que fue el impulsor del uso de la energía nuclear en nuestro país y de la construcción de Atucha I, Atucha II y Embalse”.


Crónica de un olvido

Para Torres “se olvidan ciertos nombres por motivos políticos, como es el caso de Enrique Gaviola que entró en conflicto con las autoridades peronistas y luego tuvo problemas después de la Revolución Libertadora. Murió no digo en el olvido, pero el manoseo al que estuvo expuesto fue notable. Ese manoseo que siempre se da en la Argentina entre política y educación hace que las personas que se distinguen en ciencia terminen con problemas políticos”.
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Uno de los muchos trabajos de Enrique Gaviola.


El docente señala que todo lo que está relacionado con la innovación tecnológica puede tener implicancias estratégicas. “De ahí que el Estado que en Argentina siempre estuvo muy influido por el Ejército –de esto dan cuentan las diferentes gobiernos militares que hemos padecido-, mantenga con las personas que están vinculadas a la innovación tecnológica, a la creación de instituciones que hacen al desarrollo de la astrofísica, de la energía nuclear o del seguimiento satelital, una relación compleja y tirante”.

“Siempre estaba en conflicto con las autoridades. Era un hombre que no se callaba, era un hombre muy recto. Gaviola era un persona muy frontal y su código ético lo llevaba a discutir con las autoridades, militares y civiles. Mario Bunge relata que Gaviola tenía una serie de preceptos respecto de la actitud y la ética que debe tener un buen investigador y él era el primero en cumplirlas, desde la honestidad intelectual hasta la integridad profesional”, relata Torres.

Por eso comienzaron a aparecer los problemas que lo fueron relegando. El epistemólogo relata que Gaviola “volvió a tener conflictos con las autoridades políticas después de la Revolución Libertadora. También con la universidad argentina porque era un hombre que quería la calidad por sobre todas las cosas en medio de una universidad que vivía inmersa en cuestiones políticas. Los años ´58 y ´59 estuvieron atravesados por varios conflictos, entre ellos el “laica y libre”. Toda esa lucha conspiraba contra la investigación de gran nivel. Si uno compara las universidades alemanas y estadounidenses que él conoció, remansos donde se investiga y se trabaja separado del mundo político y una universidad atravesada por la lucha política entre peronismo, antiperonismo, el conflicto “laica o libre”, y la intervención de los militares en el año ´66. Eso le debe haber parecido un infierno. Eran años muy turbulentos. Él se daba cuenta de que así no se podía y tuvo reflexiones muy críticas acerca del sistema universitario argentino. Ese tipo de conflictos fueron los que promovieron su paulatino paso al olvido”, opina.