HISTORIAS ANTIGUAS, CULTURAS Y COSTUMBRES: LOS SIETE INFANTES DE LARA

miércoles, 9 de junio de 2010

LOS SIETE INFANTES DE LARA

Hubo en Vizcaya dos importantes castillos habitados por dos íntimos amigos. Dueño de uno de ellos era don Rodrigo de Lamindaro, y el otro pertenecía a don Iñigo de Marmex. Ambos concertaron el matrimonio de sus hijos, al nacer la hija del señor de Lamindaro. Se llamó Alida y quedó prometida al único hijo de don Iñigo, Ochoa, que contaba nueve años. Poco después, los Marmex se ausentaron del país y tomaron parte en la lucha contra los moros, al servicio del Rey de Castilla. El padre, hombre de un valor temerario, enseñó a su hijo el arte de la guerra; de tal modo, que llegó a superar sus hazañas. Murió el padre, y una vez que cesó la lucha, Ochoa de Marmex debía volver a Vizcaya en busca de su prometida. En el castillo de Lamindaro esperaban con ansiedad la llegada del caballero de Marmex. Alida era la joven más bella del contorno; las gentes cantaban su hermosura, y una gran corte de admiradores la rodeaba. Pero ella esperaba con gran afán la venida de su prometido, al que sólo conocía de oídas. Vivía en el castillo, con su padre y su madre, y los acompañaba una joven, huérfana del hermano de don Rodrigo. No se distinguían éste ni su esposa por su buen corazón, y se decía que no tenía escrúpulos y que había llevado a la muerte a su propio hermano, por apoderarse de su patrimonio. Lo cierto es que a la muerte de su padre, la sobrina de don Rodrigo, Graciosa de Lamindaro fue recogida por caridad en el castillo y se vio obligada a soportar una vida de continuas humillaciones bajo el dominio de sus crueles parientes. La pobre muchacha, de naturaleza dulce y resignada, se plegaba a todos sus caprichos, esperando conseguir algún día un poco de cariño. Pero esto no cambiaba la conducta de sus tíos, que llegaron hasta prometerla a un idiota contrahecho, llamado Juan el Jorobado.
Ochoa de Marmex se presentó en casa de su pariente Gonzalo de Idokiliz, donde pensaba hospedarse hasta el día de la boda. Había elegido este castillo por encontrarse cerca de Lamindaro. Don Gonzalo le ofreció unos servidores para acompañarle; pero el joven de Marmex prefirió hacer el viaje solo. El resultado fue que se extravió, y cuando ya no sabía por dónde decidirse, se encontró junto a una fuente en la que Graciosa llenaba un cántaro. Ochoa preguntóle si conocía el castillo y sus habitantes, y ella, ignorando quién era, le dio toda clase de detalles. Éste, por su parte, ignoraba quién era la joven. Graciosa se ofreció a acompañarle al castillo, y por el camino le contó lo desgraciada que era, los malos tratos que recibía y su parentesco con don Rodrigo; además, le confió su boda proyectada con el jorobado. Ochoa se sintió atraído por la linda muchacha, a la vez que despreció a los autores de su infortunio. Al llegar al castillo, que se levantaba sobre una montaña, dijo a Graciosa que le anunciara a sus tíos como Ochoa Iñiguez de Marmex. Arrepintióse ella, temerosa, de haberle confiado sus pesares, y, aterrada, hizo lo que le pedía. Los señores de Lamindaro y su hija Alida recibieron al de Marmex con todos los honores. Alida se impresionó favorablemente y sintió gran alegría al pensar que en fecha próxima sus amigas contemplarían al apuesto joven que había de conducirla al altar. Ochoa de Marmex reconoció que Alida era extraordinariamente bella; pero le encontró cierta dureza y orgullo, que le hicieron recordar con agrado a Graciosa, toda bondad y dulzura.
Después de las presentaciones y saludos de rigor, se pasó a la mesa. Apareció allí de nuevo Graciosa, que estaba encargada de servir; lo hizo con gran cuidado y tristeza. Reparando en ello Ochoa de Marmex, preguntó si la muchacha estaba triste por no encontrar un novio noble para casarse, y propuso que se lo buscasen. Sus palabras provocaron risas y bromas. Los tres parientes, a coro, dijeron que Graciosa había elegido ya su marido y que se llamaba Juan el Jorobado. Ochoa se unió a las chanzas y rió del atractivo que podían ofrecer las jorobas.
Graciosa no pudo resistir su pena. Hasta este momento, los cuatro personajes se habían entendido admirablemente; pero entonces comenzaron a surgir distintos puntos de vista. De Marmex había dejado las bromas, y muy seriamente planteó a sus futuros suegros las bases de su proyectado enlace. Un amigo común de ambos se había casado hacía algún tiempo; su esposa había ejercido sobre él una tiranía tan odiosa y le había dominado de tal modo, que le había convertido, de un joven fuerte y alegre, en un ser taciturno y esclavizado por su mujer. Dijo que no quería encontrarse en tales circunstancias y que, por lo tanto, durante los primeros años de su matrimonio, con el fin de que su mujer se acostumbrase a tratarle como a su señor, deseaba que se encargase de todos los quehaceres domésticos y debería hacer su voluntad sin oponer ninguna queja.
Ante tal pretensión, el Señor de Lamindaro lo echó a broma y dijo que a pesar de saber que todo era una broma, no toleraba que nadie creyese que su hija había de rebajarse a tal extremo. Contestó Ochoa diciendo que no bromeaba, y que no pensaba dejarse mandar por mujer alguna. Se exaltaron los ánimos, don Rodrigo se levantó y buscó en vano su espada. Ochoa desenvainó la suya, y, dueño de la situación, se acercó a Graciosa y le preguntó si ella haría por su amor lo que él pedía de su mujer. Graciosa contestó afirmativamente. Los señores de Lamindaro comenzaron a insultarla y se acercaron amenazadores; pero ella, protegida por Ochoa les hizo frente. Y los dos marcharon del castillo, diciéndole Ochoa que nunca exigiría de ella ningún sacrificio, pues había visto su alma sencilla y humilde.

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